Desde aquella mañana del 10 de enero del 49 a.C., en la que Cayo Julio César decidió hacer de la ley su propia ley y de la política su propia política, media hasta hoy un larguísimo camino en la historia del poder. Una ruta construida, demasiadas veces sobre la distorsión de los acontecimientos, marcada por la ambición personal de sus protagonistas, a cualquier precio. Muchos de ellos, brillantes unos, opacos otros asoman en las páginas de la historia. Entre César Borgia o Napoleón o Pedro Sánchez, aparece una galería de autócratas más o menos arquetípicos, disfrazados de hombres extraordinarios. Populistas, fiados a la propaganda, manipuladores del pasado, crearían todos una amplia clientela personal, como recurso decisivo para lograr su ambición. Aut Caesar, Aut nihil, gritaban los soldados seguidores del audaz conquistador de la Galia, y no les faltaba razón mirando sus intereses particulares.
También los múltiples mariscales y generales del ejército bonapartista, harían lo mismo para correr, con entusiasmo, tras el «Pequeño corso»; al menos hasta que se intuyera como cierta su derrota. Lo mismo harán las huestes del actual presidente del gobierno, muñidor de destinos y apesebrador mayor del reino, ante las próximas consultas electorales, con tal de subsistir: primus vivere. Deberemos entender que bloqueado un órgano complejo como el cerebro, acaso no sea el corazón la víscera más vinculante políticamente, sino el estómago.
Los relatos posteriores suelen adornar, en múltiples ocasiones, la figura de los autores de la transgresión violenta de la legalidad; tal vez por la valentía demostrada para enfrentarse a este tipo de empresas. Sin embargo, los desastrosos efectos generales provocados por sus actuaciones quedan, con relativa frecuencia, en un segundo plano. En circunstancias, como la actual, será difícil ensalzar a quien, parapetado dentro de las murallas de la ciudadela democrática, maquina destruirla desde dentro. Asistimos atónitos, desde hace unos meses, a un intento de golpe de Estado por etapas, que viene desarrollándose sin más pausas que las necesarias para urdir las tramas golpistas y disimular el procedimiento. La tantas veces denunciada laminación de la democracia, con la erosión de sus instituciones fundamentales, absorbidas por el poder ejecutivo, apunta al penúltimo objetivo: el sometimiento completo del poder judicial.
La deriva totalitaria precisa hoy, más que nunca, un discurso ad hoc que justifique la patrimonialización de la democracia; la división radical absoluta y maniquea de los partidos políticos, y por tanto de los españoles a los que representan. No importa que la demonización de los otros no conduzca, necesariamente, a la beatificación de los unos; para ello haría falta otro discurso, otra actitud y si se quiere otra aptitud. Llevando al extremo la ceremonia de la confusión, los mismos que avanzan en la destrucción del orden y las libertades se proclaman defensores únicos del modelo democrático, ante los enemigos imaginarios inventados para la ocasión. La democracia está salvada se apresuran a proclamar las huestes del sanchismo y sus aliados, mientras llaman repetidamente a la confrontación. Salvada ¿de quién?, de los fachas, como no podía ser menos. Lo mejor para la democracia sería que no tuviera que ser «salvada» por quienes se presentan como sus salvadores: Sánchez, Iglesias, Junqueras … y hasta Rufián. Ante tales ofrecimientos, a la espera de su restablecimiento por vías normales, la democracia respondería seguramente: «Virgencita que me quede como estoy». Por fortuna, la decisión del Tribunal Constitución ha parado el golpe momentáneamente.
La política convertida en el escenario y el espacio de la subjetividad, en un espectáculo paupérrimo, permite a los políticos utilizar las formas de engaño más burdas para mentir a los ciudadanos. Los problemas generados en buena parte e instrumentalizados siempre por el poder no impulsan a los políticos a corregir los factores que los provocan; sino a desarrollar su vocación de vendedores de «parcelas del paraíso» a módicos precios y en cómodos plazos. Hemos dicho muchas veces que la destrucción del lenguaje conduce a la imposibilidad de distinguir entre la verdad y la mentira …, a la incomunicación y al estruendo ensordecedor. Escuchando esta mañana el Cant dels ocells, la canción popular adaptada magistralmente para violonchelo por Pau Casals, sentí en toda su intensidad estremecedora el ruido que nos aturde, en relación con la armonía de la naturaleza.
Es el momento de recuperar las palabras que conduzcan al entendimiento porque, una vez cruzado el Rubicón, ya no hay vuelta atrás. Es la hora de un tiempo que supere el carácter instantáneo de la política del presente, o sea de la nada y resuelva la contradicción con el tiempo de los políticos decididos por encima de todo a permanecer. Es el tiempo de la reflexión desde la última vuelta de un camino que nunca debió emprenderse, que cada vez aleja más la política de la realidad.
Artículo publicado en el diario La Razón de España
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