En la novela Patria o muerte, de Alberto Barrera Tyzska, hay un personaje que captó mi atención de manera particular. Sin ánimo de descontextualizar y prescindir de una trama maravillosamente entretejida, me gustaría resaltar la vivencia de una niña que simboliza bien a todo un país. Los símbolos tienen un alcance que se escapa al propio autor. Interpelan siempre a los hombres iluminando aspectos de su vida que resultaban hasta el momento incomprensibles y difíciles de interpretar por la vía del razonamiento. De allí su poderoso valor.
Espero que Alberto Barrera comprenda que cada lector interpreta desde su propio marco de referencia. Pienso que lo sabe. Por eso confío en que entenderá que al detenerme en el personaje de la niña no pretendo reducir a un momento puntual una historia que implica a muchos. Mi intención es concentrarme en lo que intentaré transmitir.
La novela comienza con la ida de Chávez a Cuba, tras el anuncio de su enfermedad. Las peripecias de los personajes evidencian la realidad de un país atento a la evolución de la salud del presidente. Dos de los personajes son niños. Ambos viven situaciones difíciles, producto de una sociedad que experimenta un creciente deterioro social. Se conocen por Internet, cuando buscan algún tipo de relación humana que les permita sobrevivir al caos de sus vidas. Un motorizado roba la cartera de la mamá de la niña y, en el forcejeo por impedir que se la quite, el ladrón la mata pegándole un tiro en la cabeza. La niña contempla todo y en una reacción espontánea, efecto del pánico, huye comprimiendo todo tipo de manifestación sensible que le posibilitara drenar su dolor. Mi percepción fue que se fortaleció como mejor pudo y bloqueó toda reacción que la enfrentara con esa realidad tan dura. De algún modo se disoció y desde entonces asumió una vida que la desconectó de los demás. Falsificó cheques para comprar comida, se las arregló para vivir sola, sin decir a nadie lo que había vivido. No llamó a sus familiares; no drenó su dolor de ningún modo sensible, sino que se comunicó con el niño que había conocido por Internet para acordar un encuentro. En este proceso de disociación, de evasión de una realidad dura, difícil de asimilar, la niña empezó a vestirse con la ropa de su madre, a maquillarse como una mujer adulta y a verse en el espejo como si fuese otra. Otra distinta de ella misma para olvidar tal vez ese momento que había interrumpido abruptamente su niñez. Cuando conoce al niño, se acuestan juntos en la cama de su madre, y se besan. Se quedan así solos, ante un futuro indeterminado para ambos. Los dos intentan buscar un nuevo rumbo para escapar de unas vidas difíciles de comprender, pues el niño también sufría lo suyo.
Cuando deciden salir del apartamento, caminan sin saber mucho hacia dónde van. Sin pretenderlo y sin saber mucho nada, se encuentran de pronto en el velorio de Chávez, rodeados de gente que parecía haber perdido el rumbo tanto como ellos. Confusos, se plantean regresar, pero como no sabrían mucho adónde, se resignan a quedarse allí desconcertados, desorientados, tanto como un país entero que no sabía qué hacer en adelante, tras la muerte de ese comandante que parecía haber ocupado el lugar de Dios.
Hayamos o no hayamos ido a ese velorio, Venezuela entera estuvo inmerso en él. El país entero está inserto en la única gran trama de esta historia, pues querámoslo o no, coexistimos todos en este mismo momento histórico que nos ha tocado compartir. Aferrarse a un proyecto de manera obstinada, por desear exclusivamente imponer una visión de país que se considera mejor que la del adversario (no prójimo), ofusca la mente, turba la visión e impide comprender los tiempos que vivimos. Más allá de la consulta y de unas elecciones amañadas, Venezuela necesita de una paz que nos permita pensar en el futuro de todos. Para superar problemas en los que se enfrentan conclusiones opuestas, lo inteligente es “ahondar en los principios” (Etienne Gilson): ir a la raíz. La situación en Venezuela, vista desde la imagen de la huida ansiosa de unos niños que se encuentran de pronto en el velorio de un caudillo que dejó a tantos desorientados tras su muerte, sugiere que lo sabio es pisar tierra para evitar el quiebre de una nación que parece tender a una solución ideal, y por lo mismo, irreal. Y por lo mismo, nefasta.
Abrir la herida en el punto donde se anidan las diferencias conduce siempre a la fractura y ante un eventual enfrentamiento, el peligro reside en la apertura de una vía que ordene el caos por la fuerza.
La herida de la niña de Patria o muerte es la del país entero, pues en esta compleja trama estamos todos. Anhelamos a un mesías que nos salve y esta expectativa puede quebrarnos por ser inalcanzable. Para evitar esta ruptura desmoralizadora, que pueda encauzarnos peligrosamente por caminos tortuosos y erráticos, precisamos de una mediación que posibilite los cambios. A esto concibo yo una transición: la implicación de lo pasado en lo presente, de modo que integrado lo antiguo con las expectativas del porvenir, logremos abrirnos al futuro.
Supongamos que la consulta visibilice a los miles de venezolanos que quieren un cambio. Supongamos que eso suceda. ¿Qué vendría después? ¿Cómo saber con precisión matemática quiénes son los “buenos” y quiénes los “malos”? ¿Cómo hacer esa selección? ¿Es todo reprobable en el chavismo? ¿Qué desean, en el fondo, rescatar (aunque sea imponiendo) que sea salvable, que pueda resultar comprensible? ¿Hacia dónde desean tender los que se oponen a este proyecto? ¿Es todo en ese otro nuevo proyecto acertado, viable?
Si las transiciones ya son difíciles, las revoluciones son peores, por destructoras. Transitar de una orilla a otra supone siempre traer algo de lo anterior e implicarlo en lo nuevo que va a integrarse a la nueva visión. Todos somos fruto de un pasado recorrido y superarlo exige reconocerlo, discerniendo lo que debe permanecer y lo que hay que purificar para elevar la visión y abrirse a lo nuevo.
En Venezuela se están confrontando dos visiones de país. Y este enfrentamiento nos dificulta ver hacia adelante porque entre nosotros media una especie de vidrio grueso que nos impide reconocernos.
Hay elementos en el chavismo que comprendo. También los hay en la oposición. Y más que de “grupos”, me gustaría hablar de “venezolanos”: personas todas que vivimos en el mismo país. Para conocer a alguien hay que acercársele. No hay otra vía. Por eso, si me preguntaran qué veo como más necesario para un país en desintegración, diría que una especie de junta de gobierno de transición. No veo otro camino que el de la apertura de la mente y del corazón para comprender qué exigencias rescatables hay de parte y parte. No veo otra salida que la de ofrecer un programa de gobierno que acoja las peticiones de todos purificándolas en una unidad superior. La meta es alta, porque trasciende un proyecto puramente pragmático. La política de los tiempos es existencial y exigirá, para lograr los cambios, de una labor pedagógica permanente para ir explicando los pasos que hay que dar.
Los hombres nos movemos por convicciones profundas; necesitamos un programa de gobierno que lo sea también de vida: que implique una cotidianidad que salte hasta la vida eterna. El hambre de sentido es una exigencia humana muy íntima que precisa de respuestas que satisfagan no solo la mente sino el corazón. Al final, nuestro paso por la tierra es un soplo; por eso vale la pena elevar la mirada e incluirnos a todos por el bien de todos, pues lo que sucede nos implica y compete a todos. La realidad es que no es posible autoconocernos bien sin comulgar con la subjetividad del otro.
Para Ortega y Gasset, cada pupila es única y la de Dios integra todas las perspectivas. Pienso que los tiempos nos piden una superación de nosotros mismos para lograr encontrarnos en el país que queremos.