De entrada conviene aclarar cierta equivocidad. Se habla, por ejemplo, del Dios cristiano, judío o musulmán; en realidad, no se trata de entes distintos (politeísmo), sino de perspectivas de interpretación. La expresión correcta sería, no Dios“cristiano” sino Dios revelado por Cristo o según la revelación cristiana.
Sobre la temática divina -tan antigua como la presencia del ser humano en la historia- el filósofo Leibniz (1646-1716) escribió una obra a la cual tituló Teodicea (en griego significa defensa de Dios), para responder -desde lo que estimaba la sola razón- a objeciones respecto de la realidad del Ser supremo y afirmar su existencia y naturaleza. (Estrictamente hablando podemos decir que Dios no necesita defensores, sino adoradores y amigos obedientes).
El Concilio Vaticano II, la más saliente asamblea reflexiva y operativa de la Iglesia del siglo pasado, encaró el problema del ateísmo, teórico y práctico, “como uno de los fenómenos más graves de nuestro tiempo” (Gaudium et Spes, 19). Del olvido, la indiferencia y negación de Dios, el Concilio explicitó raíces, razones y formas, dentro de lo cual no omitió la culpa también de los creyentes. Sin embargo, insistió especialmente en que la afirmación de Dios, antes que restar fuerza a la dignidad y la potencialidad del ser humano, las fortalece, recordando además lo dicho por san Agustín: “Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti” (Confesiones I, 1).
El escenario contemporáneo del problema de Dios ofrece cambios significativos. Sobre el tapete no dominan tanto el planteamiento frío y neutro del iluminismo y de los radicalismos racionalistas e idealistas, el cientismo reductor positivista, los fantasiosos superhombres y paraísos terrestres, seguidos de desencantados existencialismos.Las tentaciones mayores ahora son el libertinismo,la cultura hegemónica de la diversión y el consumo, las ideologías desintegradoras de lo humano hacia nihilismos autodestructivos, el encierro en humanismos sin ventanas trascendentes, la rendición ante macro poderes de un globalismo dominador.
Hoy el desarrollo de una teodicea debe acompañarse de una genuina antropodicea, en cuanto la afirmación de Dios ha de ir unida a una auténtica y sólida defensa del ser humano, en la línea de lo sostenido por el escritor cristiano Ireneo de Lyon (+203): la gloria de Dios es el que el ser humano crezca.
Esta perspectiva positiva de la relación humano-divina (“religatio”) requiere recalcar y desarrollar dos aspectos. El primero es la condición comunional (relacional, interpersonal, amorosa) de Dios y el segundo el carácter de imagen y semejanza de la creatura humana.
Con respecto a lo primero, el aporte de la revelación cristiana es clave. En efecto, no solo entiende a Dios como persona (ser inteligente, “queriente”, libre, poder supremo), sino que lo define como Unitrino, compartir, diálogo, amor. La perfección de lo personal no consiste en simple desarrollo autorreferencial, solitario, sino que va en línea solidaria, comunicacional, participativa, comunional. La definición “Dios es amor” (1Jn 4, 8) da la clave para entender el conjunto del ser y su dinamismo.
Con respecto a lo segundo, el Génesis en su primer capítulo plantea la creación del ser humano a imagen y semejanza de Dios (1, 2). Este reflejo divino explica primariamente la condición comunional, social, de aquel. El “ser para el otro”, que es el hombre, juega su suerte, histórica y postemporal, no como un yo cerrado, sino en apertura, en conjunción interhumana y humano-divina. “Ser social” será juzgado según su solidaridad histórica. Es el mensaje fuerte de Mateo 25, 31-46, que identifica la cara del prójimo como el rostro de Dios visibilizado en Cristo. Esto es necesario remacharlo en una cultura superficialmente muy comunicativa, pero altamente egoísta (solipsista).
Hoy se está generando un fuerte movimiento tendiente a recuperar y difundir el triángulo equilátero como símbolo cristiano de la Trinidad divina. No podemos menos de saludarlo y subrayar su oportunidad y conveniencia. Ello potenciará sin duda el reconocimiento de Dios como amor y del ser humano como ser para la comunión.