Lo que nos maravilla de los ríos es la fluidez de sus aguas y el fascinante carácter de su ambivalencia, es decir, de ser no solo una vigorosa presencia de la naturaleza sino el inevitable transcurrir del tiempo. Tuve junto a mi mujer el privilegio de ver a un caballo cabalgar sobre el Orinoco bajo un sol melancólico suspendido junto a la luna llena de agosto; era el caballo que Luis García Morales identificó con el tiempo cuando escribió en El río siempre (1983) “que el río es el caballo, que el caballo es el viento, que el viento es el tiempo y el tiempo es el río y el río la oscuridad anegando la lumbre de una página por escribir”
Pero más que eso, es fertilidad y a su lado fluyen la muerte y la renovación porque cuando altera su caudal y se desbordan sus aguas provoca desastres que arrasan regiones enteras ahogando en barro y suplicios las vidas que encuentra a su paso tumultuoso y devastador, pero se renueva constante y permanentemente; cambian sus aguas, lo dijo el filósofo en la antigua Grecia cuando advirtió que no nos bañamos nunca en el mismo río porque has de saber Sancho que en la Naturaleza todo está sujeto a continua mudanza.
Y hay maneras diversas para conocerlo y descubrir sus secretos, auscultar la vida que se mueve en la corriente de sus aguas siempre inquietas que avanzan sin conciencia de lo que las impulsa hacia adelante y sin establecer qué es lo que eleva su poética existencia sin estar atada a normas y reglas esclavizantes de moral, de política y sociabilidad, y sin saber que van a morir en el mar.
Podemos conocer el río sin tocarlo, sin comprometernos, desde la orilla o subidos a una embarcación fluvial. Disponemos de instrumentos precisos, de alta eficacia científica para conocer su origen y nacimiento, la gota que brota y cae en el bosque, el volumen y componentes de sus aguas, la vida que se agita en ellas, la velocidad de sus corrientes, la medida de sus profundidades y convertirnos en bachilleres Sifontes para emular a Ernesto Sifontes (Ciudad Bolivar 1881-1959) hidrólogo, el primero en conocer la presión, humedad, viento y temperatura del Orinoco.
De igual manera podemos conocerlo entrando y saliendo de él, nadando en sus aguas por trechos cortos o largos, a favor o en contra de su corriente. Sin mayores esfuerzos, tal vez confundiendo el rigor de la ciencia con el placer de sentir la frescura de sus aguas retozando en nuestro cuerpo.
Hay ictiólogos que en algo importante se ocupan. Y hay otra manera, con seguridad la más riesgosa; la que muchos no estarían interesados en asumir: lanzarse al torrente y dejar que nos lleve hacia ninguna parte; dejarnos arrastrar, seguir navegando en su voz fuerte y sonora. Sin pausas, desafiando los peligros, arrastrados y sin que nos importe alcanzar el final de nuestros destinos. Sumergirnos en el río de la vida que es el morir; ser el caballo que cabalga sobre las aguas. La lumbre de la página por escribir.
Y el raudal baja de las montañas o nace en el fondo del bosque y cruza valles y praderas y forma lagos de esmerada quietud pero siempre será el río símbolo de la existencia humana y su impetuoso torrente, las vueltas por las que avanza y a veces parece estar regresando de su sinuoso camino son las marcas de nuestros propios vericuetos. El río transformado en el tiempo navega dentro de nosotros y va señalando las vueltas y revueltas no solo del país que padecemos sino las de la vida que creemos vivir.
Lo escribió Thomas Wolfe en Of Time and the River, un libro que permanentemente socava mi memoria: “¿Qué es este sueño del tiempo, este milagro amargo y raro de la vida? ¿Es el viento que al huir arrastra las hojas hacia caminos desnudos? ¿Es el violento, borrascoso vuelo de los días de furia, el paso tormentoso y rápido de 1 millón de rostros, todos perdidos, olvidados, desvanecidos como sueños? ¿Es el viento que aúlla sobre la tierra, el viento que arrastra todas las cosas bajo su azote, el viento que arrastra a todos los hombres y los hace huir como espectros apagados?”.
Y lanza esta otra pregunta que nos conmueve hoy más que nunca cuando agonizamos en el desventurado país venezolano: “¿No despertaremos algún día de este sueño de tiempo, de esta crónica de humo, de este milagro extraño y amargo de la vida en el cual somos figuras patéticas e ilusorias?
Caracas tuvo alguna vez un río, pero la aplastante indiferencia y escasa inclinación civil de sus habitantes lo convirtió en un cloaca pública. Pero en el vasto universo de los infiernos hay ríos concebidos para castigar nuestras faltas y debilidades. El Aqueronte es uno de los cinco ríos del inframundo que riega la morada de los muertos y de los espíritus, el territorio del montruoso perro de tres cabezas y cola de serpiente llamado Cerbero que vigila la entrada del Averno. En las aguas del Aqueronte todo se hunde salvo la barca de Caronte que accede a pasar al más allá las almas de los muertos a cambio del óbolo o monedas de ceniza que en la Grecia antigua se ponía a los cadáveres en los ojos para pagarle la travesía. Puede darse el caso de regocijarnos en vida con solo pensar que el tirano que contaminó el río de la Historia atesorando millones de dólares robados a ministerios e instituciones, enjuiciado y declarado culpable, empobrecido y difunto, (¡gracias a Dios!), tenga que enfrentar a las tres cabezas de Cerbero, su enfurecida cola de serpiente y cruzar el Aqueronte sin tener siquiera la moneda de ceniza para pagarle al ávido e implacable Caronte.