OPINIÓN

El río, siempre el río…

por Rafael Rattia Rafael Rattia

Por aquellos días, puesto a sacar las cuentas de años y meses con sus días con la precaria ayuda de mi torpe imaginación del niño fluvial que era entonces; corrían los años del primer quinquenio de la agitada y turbulenta década de los sesenta y debía ser poco menos que párvulo chicuelo de apenas unos siete u ocho años pero mi terca y persistente imaginación preadolescente insiste en traer hasta mí los trazos más nítidos de aquella insólita creciente del padre río Orinoco.

Hoy, un poco más de medio siglo después de aquella terrible y maravillosa creciente e inundación del gigantesco cuerpo de agua dulce que se desbordaba por doquier y amenazaba con sumergirlo todo en pocas semanas. El río no hacía otra cosa sino crecer y aumentar su volumen de agua; las extensas sabanas y potreros que otrora servían de hábitat al ganado vacuno y caballar e incluso a las miríadas de manadas de chiguires que se enseñoreaban libérrimos cuales dueños y amos de las infinitas extensiones de plenillanuras en sus vagabundeos cinegéticos. Desde muy tempranas horas del nuevo día, al apenas clarear la tímida lámina celeste se apoderaba de mí el asombro incesante que no me abandonaba durante todo el día de río, sol y selva que todo lo fundía y confundía en toda una auténtica alucinación de desbordantes asombros cotidianos sin fin ni contornos. El cuerpo fluvial crecía y se expandía con furia y con suave persistencia abrazándolo todo a su paso homologando los más singulares matices de la flora y fauna orinoquense hasta el punto de dejar estupefacto a quien se quedara contemplando el entorno inmediato dejándolo atontado por el terrible efecto de anonadamiento causado por los influjos del maldito-bendito río infernal y paradisíaco que se empeñaba en homogeneizarlo todo a pundo de hacernos creer que podíamos tocar el cielo con tan sólo extender nuestras manos hacia lo alto como quien aspira agarrar una fruta de Anón, un Caimito o una Guayaba parcha dulcita y de carnes blanquérrimas con diminutos gusanillos incrutados en sus entrañas…  Yo vivía junto con mi madre y mi hermana menor en un palafito ubicado en la boca del Caño de Araguao, pues mi madre a la sazón se desempeñaba como enfermera auxiliar adscrita al Ministerio de Sanidad y Asistencia Social. Apenas teníamos pocos «vecinos», en estricto rigor creo que dos o tres cercanos: un viejito septuagenario de nombre Eusebio, no recuerdo su apellido, que vivía a unos doscientos metros de la medicatura que también fungía de casa-habitación para mi madre, hermana y yo. Eusebio tenía por hábito madrugar y colar un café tinto y muy aromático que pasaba dejando por la madicatura en señal de saludo matutino. Lo recuerdo tan claro que incluso las flores azules y rojas que adornaban el pocillo de peltre ya se veían desdibujadas por lo viejo y golpeado del pocillo. Eusebio era pescador y tenía un conuco con siembra de yuca, ocumo chino, plátano, topochos, batatas, auyamas, ñames. De regreso a mediodía pasaba dejando verduras y vituallas para el sancocho de pescado que mi madre preparaba en una cocinita a Kerosene de dos hornillas que mi hermana y yo nos esmerábamos en cuidar con peculiar celo, especialmente por las mechas y el tanquecito de vidrio de la cocinita que no se encontraban si no en Santa Catalina o Barrancas. En el Caño de Boca de Araguao no había bodega. Para proveernos de artículos de primera necesidad debíamos esperar la lancha que llegaba mensualmente con el pago que le hacía el ministerio de salud al personal médico. Las comunidades ribereñas pequeñas, con escasa densidad poblacional y demográfica no disponían de médicos graduados pero sí tenían un dispensario atentido por una o dos enfermeras auxiliares y dotado con insumos médicos-quirúrgicos básicos para atender una emergencia. El río creció tanto ese año que sumergió todas las casas y caseríos que conformaban las riberas de ambas márgenes del río padre; desde Geina hasta la desmbocadura del Orinoco en la Barra de Morajuana. Fue una creciente literalmente diluviana. Los copos de los árboles de las plantas de Moriche quedaron sumergidos por las aguas. Los plantíos de Mangle apenas si asomaban a la superficie del ancho vientre fluvial. Salvo contados caseríos que por fortuna estaban enclavados en pequeños cerros y cerranías de poco más de 400 metros sobre el nivel del mar quedaron a salvo de la creciente más grande que ha sucedido en el Delta del Orinoco desde que sus habitantes tienen memoria de la habitabilidad de esos 40.000 kilómetros cuadrados de selva, sol y ríos aun no suficientemente explorados en toda su munificente y alucinante geografía fluvial.

A los 7 u 8 años en medio de la agreste y hostil selva orinoquense deltaica ví con estos ojos que se devorarán los gusanos un día una anaconda gigante de unos 9 metros triturar a un animal como quien exprime un pantalón de blue jean y luego engullirlo para luego deslizarse suavemente por entre los mosures y la tupida vegetación que exorna la orilla del río. También, a esa tierna edad observé con estupefacción y gélido asombro a una caimán «llevarse» a una niña que tenía mi edad y perderse entre los remolinos de las aguas color de barro una mañana de intensa y pertináz lluvia que amenazaba con prolongarse eternamente. También ví escorpiones del tamaño de un cangrejo azul subiendo por entre los pilotines de los palafitos que resistían a ser arrasados por la creciente.

Hay un dicho que se repite incesantemente cual noria enloquecida y que reza así: «La historia se repite la primera vez como tragedia y la segunda como farsa o comedia». En rigor no sé cuan cierto sea tan socorrido mantra pero de cierto les digo que todos los fenómenos climáticos, meteorológicos que vienen asolando a la tierra y por ende a este olvidado recodo del orbe terráqueo llamado Venezuela tal vez no sean más que nimias bagatelas comparadas con última gran creciente del Orinoco ocurrida en la segunda mitad de la pasada centuria; fue -qué duda puede caber- el equivalente a la última glaciación ocurrida en estos predios de los territorios de Amalivaka.