La zigzagueante andadura política del secretario general del PSOE, arrastrado por su cambiante discurso, y su todavía más mudable comportamiento institucional, le han hecho acreedor de múltiples calificativos, o más bien «descalificativos». Si un día lograra su confesado propósito de entrar en la Historia, colocaría a sus biógrafos en una encrucijada de difícil salida, salvo que dedicaran más páginas a enumerar sus apelativos, que a sus hazañas como gobernante. Uno de los primeros, y más merecidos sobrenombres, para referirse al presidente, sería el de «el falaz». Su inclinación a mentir ha sido siempre proverbial, aunque llegado un momento aseguró, con total aplomo, que todo se había debido a «algunos cambios de opinión». Tantos que si una mutación de este tipo fuera signo de sabiduría, el presidente merecería ser conocido por el «sapientísimo».
En ocasiones por su gesto adusto, incluso amenazador, le hubiera encajado bien el apelativo de «el Cruel», aunque a poco su natural obsequioso, con el consiguiente dispendio de regalías y prebendas, le hiciera merecedor del mayor agradecimiento de sus voceros, para quienes se trata, sin duda, del de «las Mercedes».
Un día, sorprendentemente, sintió una gran turbación en su espíritu, siempre animoso y atrevido. (Valiente sería otra cosa, no debemos confundir unos asuntos con otros). Ante la aparición del menor síntoma depresivo, tomó la decisión de reflexionar. Era hora de evaluar sí merecía la pena tanto esfuerzo y sacrificio, hechos sin medida, por el progreso de España y de los españoles. La ingratitud de aquellos que ponían en tela de juicio la honorabilidad de su esposa y, acaso también, por la inmerecida impopularidad que le acompañaba a todas partes, pensó que podían haber llegado al límite de lo tolerable.
No quedaba más remedio que tomar un respiro de cinco días. No sabemos, ¿por qué esa cifra impar? Y no tres, siete o trece, … para dilucidar cuestión tan ardua. Tal vez le asaltó la duda de que los españoles no hubieran sido capaces de soportar esa dura prueba, ni siquiera durante una semana. En cinco días se podía adoptar la decisión correcta y, demostrando una vez más su especial temple, decidió que debía continuar dirigiendo los destinos de España. Tal gesta fue saludada con general aplauso, de sus fieles. Por un momento pareció que se había trasmutado en un Sancho III o en un Fernando VII, no menos «deseado» que aquellos. Pero sólo con este último hubo, algún sujeto de la corte presidencial, que llegó a compararles por su fervor liberal.
En verdad los aclamadores fueron más exaltados que numerosos. Hasta tal punto que si hubiera mantenido la reflexión otras cinco jornadas, a su vuelta, corría el riesgo de haberse quedado sin aplaudidores. Por si acaso envío una carta a los ciudadanos, pensando seguramente que algunos no se habían enterado de lo que estaba en juego, en tan cruciales momentos. No obstante, en su interior, debió recordar la conocida recomendación de don Eugenio D’Ors a un camarero poco experto en servir champán: «los experimentos, con gaseosa, joven». Como pago a su audacia y a su imprudencia a la vez, pasó a merecer para muchos el mote de «el reflexivo». Una denominación mucho más moderna, sostenible y resiliente, que cualquiera de las anteriores, abriendo así una línea nueva en las titulaciones de los reyes patrios.
Sin embargo los problemas no habían concluido. La buena fama de su esposa solo había quedado restablecida en parte, y no tardaría en llegar el desastre. Las cuestiones de honor, por un quítame allá esa sombra de corrupción, se sabe cómo empiezan pero no cómo terminan. Y el asunto familiar del presidente se ha ido complicando hasta más allá de cuanto pudiera sospecharse, incluso en épocas electorales, cuando proliferan toda serie de extravagancias y adefesios. Llegar por vía matrimonial a convertirse en patrimonio nacional, por activa o por pasiva, no está al alcance de cualquiera. Ni don Quijote, en sus mayores delirios, cayó en el disparate de elevar a Aldonza Lorenzo a categoría de institución fundamental del reino, ni siquiera de la república.
El presidente ha elevado a su señora a encarnación de la democracia. Hay en este episodio algo de Troya, en clave de comedia bufa, con gestos grandilocuentes que ni el mismo ciego de Quíos hubiese sabido narrar. Hoy lo homérico se reduce a una ocurrencia en las redes sociales. Me temo que el remoquete último del presidente sea Pedro «el ridículo». Nunca mejor dicho, pues según la RAE era «una bolsa manual, que pendiente de unos cordones, usaban las señoras para llevar el pañuelo y otras menudencias».
Tener una plantilla numerosa de insultadores profesionales, a cargo del presupuesto, es algo éticamente reprobable pero además conlleva ciertos riesgos, cuando el encargado de vituperar a algún personaje enemigo se excede en sus funciones.
Artículo publicado en el diario La Razón de España