Las elecciones del pasado domingo nos han puesto en una situación que es nueva, pero no tanto. Se parece bastante a la de 2016. Comparemos una y otra. El candidato más votado ahora es el del Partido Popular, Alberto Núñez Feijóo a quien cabe suponer que el Rey, siguiendo la costumbre establecida, ofrecerá que intente formar Gobierno. Dada la mayoría que hay en la Cámara, lo normal es que Feijóo fracase en su intento. En 2016, fruto de las elecciones de diciembre de 2015, la situación era similar. El Rey, en la primera consulta para formar Gobierno de su reinado, encargó a Mariano Rajoy que lo hiciera. Rajoy declinó la oferta.
Así que el Rey, cumpliendo con el artículo 99.1 de la Constitución, hizo el encargo a Pedro Sánchez que sí lo aceptó y fracasó en las Cortes. Este precedente es pertinente hoy, porque el artículo 99.4 establece que «Si efectuadas las citadas votaciones no se otorgase la confianza para la investidura, se tramitarán sucesivas propuestas en la forma prevista en los apartados anteriores». Pero en el único caso en que ha fracasado una investidura, el Rey prefirió aplicar el artículo 99.5: «Si transcurrido el plazo de dos meses, a partir de la primera votación de investidura, ningún candidato hubiere obtenido la confianza del Congreso, el Rey disolverá ambas Cámaras y convocará nuevas elecciones con el refrendo del Presidente del Congreso».
El Rey se enfrenta a un dilema clave para su reinado. En 2019 encargó a Sánchez formar Gobierno con sólo el respaldo de Podemos y sin la seguridad de qué otros votos iba a lograr para ser elegido presidente. Ahora el Rey y todos los españoles sabemos que tiene el apoyo de unos partidos que quieren romper España y convocar un referendo inconstitucional. Y el Rey tiene un mandato constitucional para defender la unidad de la patria y el cumplimiento de la Constitución que le inviste.
Los tres poderes tradicionales de un Monarca parlamentario eran: el de disolución, el de dirimir un empate y el del veto a las leyes. En nuestra Monarquía parlamentaria al Rey sólo le queda el segundo de ellos. Y en esta hora tiene una decisión trascendental: puede no ofrecer a Sánchez la candidatura a la Presidencia del Gobierno tras un eventual fracaso de Núñez Feijóo, o se enfrenta a la opción suicida de aceptar su candidatura en segunda instancia y que forme Gobierno con los que ya han anunciado que su precio es celebrar un referendo para acabar con la unidad de España. Paso que el Rey, con el amparo de la Constitución, creo que no debería dar. Porque si se empieza a hacer referendos sobre la segregación de España se estará dando pasos hacia lo que busca Sánchez: un referendo sobre la Monarquía.
Yo creo que el objetivo de Sánchez de acabar con la Corona está mucho más cerca después del 23 de julio. Para mí la cuestión es –y nada me gustaría más que estar equivocado– si el Rey se va a someter al oprobio de que el presidente de su Gobierno autorice referendos sobre independencia en Cataluña y País Vasco -vestidos con disimulo para que Conde Pumpido los avale- y después de esa indignidad, cabizbajo, tenga que aceptar un referendo sobre la institución que encarna. O que, alternativamente, mantenga la cabeza alta, amparado por la Constitución y se oponga a todas estas maniobras del sanchismo triunfante. Probablemente el final sería el mismo. Pero en el primer caso con profunda indignidad y en el segundo con la cabeza alta y el honor a salvo.
Artículo publicado en el diario El Debate de España