La práctica democrática al detal, propia de estos tiempos y uso reiterado por quienes se dicen opositores a las satrapías instaladas en América Latina, es el nocivo germen que viene acabando con la democracia como forma de vida ciudadana. Bien explica el por qué aquellas se sostienen, a pesar de sus aviesos desprecios por la dignidad humana y las libertades.
En Venezuela, sobre todo bajo el impulso de los mesianismos que nutren a su historia y la reescriben cada vez que se instalan en el poder oficial u opositor, la incoherencia ha sido el mayor pecado de las élites. Ella encuentra su origen, justamente, en el desprecio por estas de los valores que forjaran a la nación y le dan su especificidad, y por creer las mismas que no hay precedentes ni instituciones históricas que les exijan ser coherentes, pues privan sus adánicas y arbitrarias voluntades.
¡Soy liberal pues mis contrarios son conservadores, y sería conservador si ellos fuesen liberales!, decía Antonio Guzmán Blanco a mediados del siglo XIX. En 1899, Cipriano Castro, el Cabito, proclama “nuevos hombres, nuevos ideales, nuevos procedimientos”. Y Hugo Chávez, transcurridos 100 años, desde 1999 se hace del gobierno decretando moribunda la constitucionalidad, predicando la emergencia de un Hombre Nuevo. No por azar, entonces, Venezuela ha sido y es, salvo por breves intersticios, un patio de polaridades, de mandones que se instituyen a sí en medio de francachelas. La historia y la cultura, el patrimonio intelectual que se sucede entre generaciones y les da talante, asegurando la coherencia de los comportamientos políticos y sociales, son estimadas entre nosotros de exquisiteces urbanas.
Fue milagroso en 2019, en otro año que se cierra con el llamado número de la perfección, que los opositores al narco-régimen de Nicolás Maduro hubiesen adoptado una constitución provisoria, un estatuto guía para la transición hacia la democracia a fin de restablecer la Constitución destruida por este y su predecesor, volviendo a la Constitución desde la Constitución.
El origen de dicho estatuto provisorio y de rango constitucional – ajeno a un país cuya tradición cesarista sólo ha permitido que dos de sus constituciones gozasen de respetable durabilidad, la de 1830 y la de 1961 – tuvo su fundamento, exactamente, en la ausencia de un presidente electo para el 10 de enero de 2019. Maduro ya no lo era, ni para la comunidad internacional y tampoco para la mayoría integrante de la Asamblea Nacional electa en 2015.
Desde antes, ésta, el 9 de enero de 2017, declara que “Nicolás Maduro ha abandonado su cargo (al usar de la autoridad civil y militar para socavar la Constitución), abandonando el principio de la supremacía constitucional”.
El estatuto, de consiguiente, pasó a ordenar los principios y fijar los propósitos constitucionales vinculantes para el restablecimiento, en el marco de una transición e interinidad gubernamentales, la fuerza de la Constitución. Y para que se alcancen elecciones presidenciales y parlamentarias libres, legítimas, justas, competitivas e internacionalmente observadas, una vez como se logre un poder electoral independiente que las administre.
Los plazos y etapas previstos, de suyo subsidiarios en el estatuto y por responder a la idea de una transición, sirven de norte, pero no de mandato insoslayable. Toda transición, todavía más bajo una dictadura de corte criminal, es por su naturaleza aleatoria y atemporal. Tanto es así que el Estatuto para la Transición surge de la imposibilidad fáctica de dar cumplimiento – dada la usurpación del poder imperante – al término de 30 días que ha de durar en el ejercicio de sus funciones el encargado de la presidencia y cabeza de la Asamblea Nacional, por expresa disposición constitucional.
Ahora bien, el desempeño del interinato – suerte de cábala política – realizado de un modo colegial por los partidos de mayoría en el parlamento, puede y ha de ser objeto de valoraciones políticas distintas e incluso de condenas éticas por sus ejecutorias. Pero si el propósito de quienes aspiran a restablecer la constitucionalidad es, como debería ser, devolverle a Venezuela su institucionalidad y ayudarla a salir de su marasmo histórico, lo primero que han de hacer estos es dar el ejemplo y acatar el Estatuto para la Transición sin destruir su institucionalidad.
Urdir tácticas de circunstancia, como proponer la realización de un referéndum revocatorio del mandato inexistente de Maduro, en pocas palabras es pretender revocar constitucionalmente un gobierno inconstitucional. A la par del galimatías, ello le forja una legitimidad espuria al régimen usurpador y le quita todo sustento a la transición. Se le da un golpe por mampuesto y en fraude a la constitucionalidad provisoria al encargado presidencial. Y la política democratizadora pasa a ser, aquí sí y de un modo integral, un teatro de improvisaciones.
De ser así se estará repitiendo con ello la trágica desviación cesarista, muy bolivariana, que arranca entre nosotros desde la caída de nuestra Primera República, como la es acabar con la Constitución para despachar al gobernante o a los gobernantes colegiados por incómodo y en el turno. Cae el gobernante, cae “su” constitución, seguirá siendo la máxima de nuestra falta de unidad política y de instituciones, de anegamiento de polaridades, sin servidores leales que amen a Venezuela más que a sí mismos.
Chávez argüía razones políticas para cargarse la Constitución de 1961, y en el empeño encontró el paradójico apoyo de los guardianes del orden constitucional. Esta vez, para colmo, escuchó decir, a quienes prometen librar a Venezuela de su larga dictadura y para que alcancemos instituciones democráticas, que la cuestión es política y de conveniencia, no de juristas o de constitucionalistas. Por lo visto, no aprendemos de la experiencia, o repetimos lo que ha sido nuestra mala experiencia de doscientos años en los que la patria ha sido botín para los candidatos al poder. No nos quejemos.
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