Entre la oscuridad de una profunda tumba, un haz de luz se abre paso cortando el negro régimen de las tinieblas, escondido entre enigmas un sepulcro guarda un milenario sarcófago, la máscara de oro está destruida y los cartuchos arrancados – representación en forma de cuerda anudada con el nombre del faraón-, en su interior una momia en mal estado de conservación; todo cubre de espeso misterio al cenotafio KV55 en El valle de los reyes. En el antiguo Egipto, la muerte era un final y un inicio, ceremonias fúnebres y entierros marcaban la extinción de la vida terrenal, luego desde las sepulturas las almas se preparaban para el renacimiento que las conduciría a Duat, el inframundo en la eternidad. Exhaustivas investigaciones en torno al controvertido mausoleo y a quien pertenecía se han debatido por años, recientes estudios pueden despejar lo que desde hace un siglo se viene afirmando, allí yacía Akenatón, quien reinó entre 1352 a.C. a 1335 a.C. sacudiendo los cimientos de la religión egipcia establecida miles de años antes. Este polémico gobernante relegó a los cientos de dioses sustituyéndoles por una única deidad, instaurando el monoteísmo, solo el Sol era adorado, Atón; marcando para siempre la relación entre la humanidad y la creación que rige al Universo. Una vez derrocado e instauradas de nuevo las antiguas creencias, el hijo de Amenofis III tras su muerte es desterrado de la historia, zarpando en el cáustico río del olvido.
La importancia indiscutible de este soberano pudo sortear el acecho de las penumbras con el que se condenó su revolucionario monoteísmo, siglos antes de la tradición judeocristiana o el zoroastrismo. El valor trascendental de Akenatón es precisamente lo que empuja al compositor Philp Glass a excavar en el pasado para convertirlo en ópera, última de su trilogía biográfica dedicada a personajes que rompieron patrones, Einstein on the beach (ciencia); Satyagraha (sobre Gandhi, política) y Akhnaten (religión). Esta obra consta de tres actos con música y libreto del propio Glass junto a Shalom Goldman, Robert Israel, Richard Riddell y Jerome Robbins quienes toman extractos del Libro de los muertos para escribir el texto. Estrenada en 1984 en el teatro de la ópera de Stuttgart en Alemania cosecha un rotundo éxito. Semejante a un rompecabezas el relato trascurre en una serie de escenas en las que un narrador comenta la acción. El canto se interpreta en inglés, lenguas del pasado (Acadio, hebreo y egipcio antiguo) y el El himno al Sol debe ser cantado en el idioma del lugar donde se realiza la función. El compositor escribe una partitura propia de su minimalismo musical, con reiteración de melodías breves y de pulsos rítmicos intensos. Destaca que en la orquestación son minoría los instrumentos cordófonos, suprimiendo los violines para un tono más oscuro de las cuerdas. La envolvente instrumentación estática produce una superposición de la melodías con una sugerente estimulación a nuestros sentidos. Cual golpes de martillo haciendo grietas en la roca, la música de Glass se nos da purificando su alma hasta conseguir espacio en la inmortalidad.
A finales de 2019, el Metropolitan Opera House de Nueva York la presenta en una versión producida por LA Opera, Improbable y English National Opera, donde se estrenó en 2016 y recibió el prestigioso premio Oliver a la mejor nueva producción de ese año. Este reconocido montaje dirigido por Phelim McDermott despliega una propuesta estética que recrea el misticismo y provee a lo fáctico de la historia una dimensión onírica. En escena los artistas construyen reproducciones jeroglíficas, McDermott se apoya en la compañía de malabaristas de Sean Gandini artífice de la vibrante coreografía para así emprender viaje a las vísceras de la crónica, somos testigos absortos de un hito en el camino de los tiempos. El resultado es un ritual que capta la atención, fijando al espectador emocionalmente en cada una de las acciones, un remoto papiro que desenrollado revela una secreta liturgia. Kevin Pollard crea el vestuario que reúne lo egipcio con la fastuosidad de la época isabelina; Bruno Poet (diseño de iluminación) produce un contundente efecto, desde lo densamente tenue de las catacumbas al esplendor de un Sol que rige y sentencia sobre el escenario; con la sencilla pero fascinante escenografía de Tom Pye somos generosamente acercados a ese período inmemorable. El contratenor Anthony Roth Constanzo (Akenatón) con virtuosa técnica y voz en extremo femenina, ligera pero con gran proyección, hace imborrable su entrañable presentación. La mezzosoprano J´Nai Bridges (Nefertiti) acompaña al protagonista acoplando íntimamente su poderosa y oscura voz. La soprano Dísella Lárusdóttir (reina Tye) forma una impactante tríada junto a la pareja real; Aaron Blake (tenor) como Gran sacerdote de Amón logra una destacada participación y Zachary James (Amenofis III) con la expansión vocal erige un regio personaje. Brillante participación del coro y la dirección de orquesta de la acertada Karen Kamensek hacen de este espectáculo una de las joyas de la década.
El impacto de esta pieza operística que parece inspirada por lejanos espíritus es la oportunidad que se nos brinda para adentrarnos en la gesta de un hombre que dejó huella, sentando perpetuamente las bases de nuestra cósmica comprensión sobre la existencia de un ser supremo. Finalmente luego 3 500 años, un Akenatón rescatado de las tinieblas y ahora restituido puede emprender su postergado viaje a lo eterno. Sin duda con el advenimiento de una nueva era, el faraón navegará entre la resplandeciente luz de su fe; mientras postrados en nuestras creencias, debatimos teniendo la certeza que por encima de nosotros, solamente el Sol.