El título de este artículo son palabras textuales del padre Ugalde, incluidas en su artículo de la semana pasada, Votar o no votar (https://bitlysdowssl-aws.com/opinion/votar-o-no-votar-3/).
Pienso, como él, que el problema es bastante más profundo que el mero dilema entre votar o no hacerlo. Votar es, sin duda alguna, el instrumento más racional con que contamos y hay que usarlo. Algo que aduce también el padre Ugalde. La realidad está siendo percibida, sin embargo, como una especie de juego dialéctico que reduce el panorama y el futuro de Venezuela a la elección entre dos opciones. Y todo es bastante más complejo. La dialéctica es siempre una trampa, porque la realidad es más densa.
Ante un panorama sin un norte claro, de pronto se nos ha abierto a los ciudadanos un abanico de rutas que confunde. Capriles llama a votar el 6D; María Corina señala una ruta en la que se deslinda de Guaidó y este último se ratifica como presidente del gobierno interino. Las reacciones han sido multiformes y lo triste y peligroso es que se carga al ciudadano común con el peso de elegir entre una de estas ofertas. Esto, de entrada, fomenta una inmensa desesperanza, pues en medio de esta ambigüedad y división, se potenciará la indecisión sobre si votar o no. Hablar, además, sobre quién puede convocar y arrastrar al pueblo mejor que los contrincantes, bien sea a votar o a no hacerlo, rescata la figura del tan anhelado Mesías, justo en tiempos en los que necesitamos de los talentos de todos. Para mí, las circunstancias reclaman una ruta común: una que conecte a todos los líderes con el sufrimiento de la gente. Una ruta que una a todos los venezolanos en torno a un mismo objetivo.
La democracia exige respetar la opinión del otro, pero nuestra lucha es contra un poder autoritario que va a buscar, persistentemente, desunirnos. Por eso la clave es la unidad en la diversidad, sí, pero a través de una ruta que posibilite la reconstrucción del único país en el que todos vivimos. Una ruta en la que prevalezca la unión de todos los demócratas. Una ruta que sea producto de un acuerdo.
La gente de a pie, que pasa hambre y se enferma; que no tiene trabajo ni dinero; que está cada día más excluida de una dinámica económica moribunda, no está pensando, en estos momentos, en votar. Una señora que sale del automercado con una cebolla y dos tomates; esos niños que murieron de desnutrición y que “ni siquiera existieron para la nación (porque) no los pudieron presentar” porque no hay registros (en palabras de Susana Raffalli); esos niños de la calle que deambulan sin rumbo y se bañan, literalmente, en los inmensos huecos de las calles; tantos ciudadanos tristes y empobrecidos, golpeados por las carencias que ha dejado en evidencia esta pandemia, necesitan una respuesta distinta ante esta emergencia nacional.
El Consejo Superior de la Democracia Cristiana ha propuesto, como también hizo el padre Ugalde, concentrar la atención en las consecuencias de la pandemia y en el problema económico-social de la gente. Se plantea posponer las elecciones para el año próximo, una vez que esta emergencia humanitaria sea abordada y atendida, si se logra implementar el programa que el Consejo Superior de la Democracia Cristiana ha diseñado. Capriles plantea también posponer las elecciones y obra por su interés a los sufrimientos de la gente: aquí hay elementos en común. ¿Por qué no se unen y se esmeran en coincidir y evitar, cada uno, desplazar y desprestigiar al otro? Le digo a Capriles que hay que votar, sí, pero no “a cualquier costo” y deslindado de los demás. Y a María Corina le digo, con todos mis respetos, que el apoyo internacional precisa, ante todo, de un movimiento de venezolanos dentro de su propio patio.
El país está haciendo aguas y la atención debe concentrarse en lo fundamental. Cuando un ser querido enferma, todos los familiares y amigos giran en torno a él. La enfermedad exige activarse: responder rápidamente con un plan de acción, porque si no, el enfermo se muere. En un momento de emergencia, cada uno aporta lo que puede y tiene; lo que sabe hacer y está en sus manos. Alrededor de un enfermo nadie prevalece, nadie figura, nadie brilla más que otro, porque todos se concentran en dar lo que pueden; porque todos son necesarios. Unos hacen unas cosas y otros, otras. Más o menos así veo yo la hoja de ruta de esta Venezuela enferma. Es una oportunidad para crecer interiormente como personas y comprender que tenemos que aprender a trabajar de modo colaborativo.
Nuestros problemas vienen de muy atrás y para mí no se reducen a las dificultades que hemos tenido para evitar los más diversos secuestros y rompimientos del orden de la legalidad a lo largo de nuestra historia republicana. Ciertamente, esto importa, pero en un país donde hay muchos abogados, no hay ley. De hecho, estas elecciones del 6D son un fraude con apariencia de legalidad. Porque aquí la ley es un disfraz. Y muy a pesar de esto, debemos recuperar nuestra anterior y frágil institucionalidad de modo constitucional: a través del voto, sí, de modo que logremos una transición compleja, pero pacífica.
El problema fundamental, para mí, es social. Y este es justo el que hay que abordar ahora, pues fue este mismo problema el que llevó a Chávez al poder y la misma fractura que se ha abierto aún más.
En Pobre negro, la novela de Rómulo Gallegos, se lee que los hombres en “quienes residían las previsiones del pensamiento” no podían “cruzarse de brazos ante el ímpetu arrollador de la conmoción democrática producida por la Guerra de Independencia”. Las consecuencias de esa guerra, no previstas, son parte de esos sucesos que, conectados a otros muchos, impulsaron procesos que no se han resuelto. “El curso natural de la historia de un pueblo” es como una idea que busca su forma –dice Gallegos– y los que piensan en el país deben, en momentos como estos, “allanarle los caminos rectos a fin de que no se precipite por los atajos tortuosos”. La razón, en definitiva, debe prevalecer y aunque haya diferencias entre los hombres, la búsqueda de la verdad y del bien unen en lo común: por eso podemos hablar de comunidad. Lo contrario es la guerra.
La historia no se repite. La aparición de otro gendarme puede evitarse si reconocemos lo que sucede: las posibilidades reales y las limitaciones del presente; si vemos hacia atrás para intentar comprender las potencialidades de sucesos que en aquel momento eran futuros y hoy explican lo que vivimos. La solución saldrá de dentro de nosotros mismos porque el problema somos nosotros mismos. Yo veo esencial comprender que debemos reconocernos mutuamente para que esta “armonía constructiva” a la que debemos tender se enfrente “decidida y valientemente a su porvenir, aceptando a plena conciencia el hecho consumado de su mestizaje”, como se lee en Pobre negro. Desde el punto de vista político, este “mestizaje” es, para mí, la unidad en la diversidad que el momento presente reclama.
La responsabilidad de los líderes es muy grande y por eso importa tanto que se superen a sí mismos y logren articularse. Todos esperamos que sean hombres “con las soluciones de los problemas de los otros hombres, en sus manos abiertas para todos”. Demuestren que les importa Venezuela y que no buscan protagonismos.
La emergencia humanitaria de este país empobrecido reclama lo mejor de nosotros mismos. Por encima de este debate entre votar o no votar hay necesidades imperiosas que exigen una “unidad superior”. Para lograr condiciones que garanticen unas elecciones limpias y transparentes (y lograr que haya presión internacional) se precisa de una fuerte unidad y, para aspirar a ella (y lograr convencer a la gente para que vote y al régimen que posponga las elecciones), hay que trascenderse a sí mismo: dejar de hundir al otro.
Los que creemos en Dios, sabemos que Él escribe historias mucho más bellas que las que podría imaginar cualquier hombre, como dice el padre Caussade, un jesuita del siglo XVIII, en su libro El abandono en la Divina Providencia, pero hay que mirar hacia arriba para entenderlas. Algo que nos haría mucho bien en estos momentos, por cierto.
También el Gran Sembrador, en Pobre negro, promete echar la semilla en la tierra arada, regada con el trabajo de muchos antepasados y con el que hoy nos compete a nosotros.
Si alguien me preguntara dónde está el nudo desde el que podemos empezar a desenredar este camino intrincado le diría, sin duda alguna, que yace en la iniciativa de la Misión Negra Hipólita. Pienso, sí, que el camino es hacia un humanismo cristiano, para sembrar amor donde pueda haber resentimiento; para sanar y motivar donde hubo abuso.
La ley, por sí sola, no va a resolver este problema porque, a mi parecer, este no es el problema fundamental. Podrá frenar el desorden precariamente, por un tiempo, pero lo que se impone es atender lo social. Eso es lo primero.