La precuela de Juegos del Hambre se bifurca en dos direcciones, en dos películas, una lograda en su acción física, la otra hinchada por la especulación con el tiempo, a causa de las presiones de los estudios ante la competencia de la narrativa expandida de las series y franquicias.

Llega a destiempo para los fanáticos de la saga original, con un tiempo de espera que puede diluir su impacto.

La idea ahora es estrenar y luego ofrecer como un contenido que se consumirá al modo de un maratón de GOT.

Las 2 horas 30 minutos del filme provocan un declive en la atención y en la transición del segundo al tercer acto, precisamente cuando la narrativa se quiebra, dando lugar a un relato en la periferia de los distritos, donde la protagonista canta de más y el antihéroe Snow amenaza con incorporar una trama colmada de falsos cierres.

El visionado se justifica en la primera parte del largometraje.

En otra época hubiese sido una digna película de la temporada otoño-invierno.

Pero hoy, con la competencia del streaming y un neocine inflado por la demanda de eventos como “Barbenheimer”, el trabajo de los escritores se desparrama en una cascada de situaciones épicas, algo trilladas y de menor trascendencia.

Desde el título, La balada de pájaros cantores y serpientes, nos asoma su poca capacidad de síntesis.

Así y todo, la nueva generación de Hunger Games brinda un espectáculo emocionante y sugerente, por la influencia de su joven reparto, secundado por un trío de veteranos de la meca, como Viola Davis, Peter Dinklage y Jason Schartzman (en su año de retorno al plano estelar).

Del personaje de Viola se nos graba su performance dislocado y su look de una villana grotesca, al límite de la caricatura camp.

Por igual, hay plena conciencia del humor en la dotación de una comedia negra, patrocinada por las artes oscuras de Schartzman, en una sátira distópica de los conductores de programas americanos de competencia salvaje, del tipo American Gladiators.

Se referencia el pasado de una primera televisión orwelliana, cuya rutina de coliseo pudo funcionar como distractivo de los problemas, como pan y circo, como demagogia hiperviolenta, para sostener la pantalla de un Estado policial y en crisis permanente.

El simulacro pronto deriva en una pesadilla más contemporánea, con alusiones al presente de los últimos populistas del radicalismo soviet y del origen perverso de un líder extremo de autocracia neocon.

El diseño arquitectónico de la cárcel de tributos alude a la estética estalinista de una ciudad del no futuro, como una Moscú de insignias, edificios grises funcionalistas y fascistas, grandes avenidas en las que hombre es diminuto frente al poder totalitario del sistema.

No le queda otra opción al personaje principal que ser un conformista dentro de las reglas corruptas y viciosas que le imponen en su formación paramilitar.

Pero se avizora en él un origen perverso de ángel caído, que los sitúa en el plano del Anakin de los episodios y del Putin deshumanizado que es emperador de Rusia, sometiendo a su pueblo a guerras de cohesión y desgaste contra los disidentes de los distritos rebeldes (Ucrania).

La paradoja siempre radica en criticar al pornoshow de la purga de víctimas inocentes y de pobres soldados precarizados, al tiempo que la precuela se ahorra cualquier sutileza en puesta en escena, prefiriendo magnificar el gore en lugar de buscar el fuera de campo.

El director Francis Lawrence sabe muy bien de qué van los juegos del hambre y el terror, porque los cultivó en la fase de Katniss y al servicio de propuestas inquietantes del género, de la talla de Constantine y Soy leyenda.

Pero el realizador no logra depurar sus defectos, sino tan solo los adapta a las condiciones del Hollywood actual.

En tal sentido, la hipertrofia narrativa vuelve a saturar su trabajo de una receta desigual, potente al comienzo y a la mitad, más televisiva, retórica y folletinesca hacia el final.

Al menos introdujo la saga para los próximos años, con cierta eficacia creativa.

Pero el saldo nos habla de un desequilibrio en la cuenta.


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