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El punto ciego de los líderes políticos

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Con el título El punto ciego (The Blindspot), Jon Clifton, CEO de Gallup, ha publicado un libro sobre la evolución reciente de la felicidad en el mundo. Lo ha llamado El punto ciego porque el tema, a pesar de la enorme trascendencia que tiene para entender el comportamiento social, es a menudo ignorado por los gobiernos y líderes políticos. Es sorprendente que así sea, pues son precisamente los políticos quienes suelen desarrollar una mayor capacidad e interés por entender cómo se siente la gente, lo que la angustia o la entusiasma; lo que la hace feliz o no. Es lo que les permite inspirar, entusiasmar y, ultimadamente, dirigir a las grandes masas. Tal vez en su esfuerzo por modernizarse han descuidado esa dimensión crítica de su oficio.

Ciertamente, el lenguaje de los dirigentes políticos se ha sofisticado. Hablan del producto y de las tasas de crecimiento económico, de las del empleo y la inflación. Hablan de los déficits fiscales, de la deuda y de los problemas de infraestructura: energía, agua, salud, telecomunicaciones. En cambio, poco o nunca hablan del estado del alma, de las emociones, miedos y tristezas que experimenta la gente, de sus alegrías y esperanzas. Siendo así, no resulta sorprendente que a muchos los tome por sorpresa las manifestaciones de malestares profundos entre sus conciudadanos, justamente cuando pensaban que las cosas iban bastante bien. Algunas veces descubren tardíamente que la gente puede estarse sintiendo mal y peor a pesar de que haya crecimiento económico y de que las tasas de desempleo e inflación sean bajas. Descubren tarde que puede haber crecimiento infeliz. Una de las últimas dirigentes políticas en emerger en la arena mundial, la nueva primera ministra británica, Liz Truss, ha dicho en su discurso de inauguración que su gobierno tendrá tres prioridades: crecer, crecer y crecer. No le dedicó tiempo a los sentimientos y emociones de los británicos, tan afectados estos días por eventos tan complejos, como su salida de la Unión Europea.

Utilizando la data que Gallup recoge en el mundo sobre el bienestar subjetivo de la población, ese bienestar que no es determinado por agencia gubernamental alguna, sino el que la gente misma declara tener, el autor nos muestra algunas tendencias preocupantes de los últimos años, incluyendo un aumento sostenido de la infelicidad de la población mundial y de emociones negativas como la rabia, el estrés, la tristeza, el dolor físico y la preocupación. Esta es una tendencia que se ha producido, a pesar de coincidir esta en muchos lugares, con expansión económica, disminución del desempleo, y mejoras en otras métricas que suelen utilizarse como expresión del progreso. Es una tendencia que antecede, por cierto, la aparición de la pandemia.

Es lamentable que fenómenos como estos pasen inadvertidos para quienes nos dirigen, no solo porque ellos se refieren a lo que más nos importa a todos, como es nuestra felicidad, sino porque, además, existe hoy suficiente investigación para entender algunas de las causas que la determinan y sobre las cuales los líderes, dirigentes, gobiernos y élites en general podrían actuar. De acuerdo con las investigaciones realizadas por Gallup hay cinco variables sobre las cuales recae la mayor responsabilidad por nuestra felicidad; pero para los fines de este artículo nos detendremos en la que pudiera ser la más importante de todas. Esa variable es el trabajo u oficio al que nos dedicamos.  No se trata tan solo, ni tanto, de si tenemos o no trabajo, sino mucho más importante aún, de cuán identificados, cuán a gusto, cuán comprometidos estamos y nos sentimos con el trabajo o empleo que tenemos.  Estamos hablando de calidad del empleo. A los políticos los oímos hablar de las tasas de empleo, desempleo, subempleo. ¿A cuántos de ellos oímos hablar de la calidad de los empleos? Cuando lo hacen se están refiriendo, generalmente, al nivel de los salarios y a la estabilidad de los empleos. Resulta que lo que le da calidad a un empleo, lo que lo hace un buen trabajo, de acuerdo con las investigaciones realizadas, son factores como, por ejemplo, que las opiniones del trabajador sean tomadas en cuenta, que reciba periódicamente algún tipo de reconocimiento por su trabajo, que cuente con al menos un buen amigo en el sitio de trabajo, que entienda perfectamente y se identifique con las tareas que le corresponden. Bajo estos criterios, un empleo de calidad, un gran empleo, se puede dar en cualquier sector, empresa u organización, sea este el de maestra en una escuela pública o el de funcionario bancario en una agencia financiera privada. Los empleos de calidad, entendidos de esta manera, no tienen que esperar por la gran industria o por las empresas de alta sofisticación tecnológica, lo cual es una buena noticia.

La investigación presentada por Jon Clifton nos muestra lo relevante que es para los gobiernos y líderes políticos hacerle seguimiento al estado de felicidad de la población y sus determinantes. Nos hace pensar también en posibles iniciativas que estos actores pueden desplegar para impactarla favorablemente y de manera efectiva. Por ejemplo, si como hemos visto la calidad del empleo es una de las variables de mayor peso en la felicidad, el sector público, como gran empleador que es en todos los países, podría convertirse en un abanderado y una referencia en la materia. Imaginemos por un momento al presidente de un país y a su gobierno proponiéndole a toda su nación convertirse en un país de empleos de calidad, de trabajadores comprometidos y por lo tanto de gente más feliz. Que se comprometa y coloque al sector público a la vanguardia de ese esfuerzo. Este sería un signo de que el punto ciego está dejando de serlo.

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