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El proyecto derrotado por los chilenos

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El proyecto de constitución chilena, abrumadoramente reprobado en reciente plebiscito, le caracteriza ser deconstructivo de lo nacional e histórico, socialmente disolvente, a fin de sobreponerle a la persona humana y a sus derechos fundamentales la fuerza de un Estado providencial, totalizante.

En lo formal, la referencia al Estado de Derecho, que a tenor de la tradición constitucional que se quiso dejar atrás exige sujetar a la ley a los poderes públicos para limitar sus desbordamientos y desviaciones, a la luz de los principios constitucionales enunciados desde el artículo 1 al 16 es el Estado quien hace suya y secuestra la imperatividad de lo constitucional.

La experiencia, en los países que han asumido modelos constitucionales similares para el establecimiento de lo que se ha dado en llamar “autocracias electivas”, es aleccionadora. Sus tribunales constitucionales, como en Venezuela, conjugan en beneficio del poder tras falaces justificaciones de bien común y al margen de la democracia.

Sobre la cuestión democrática, que es la sustantiva, al consagrarse en el proyecto de marras que el propio Estado es el democrático y no la sociedad chilena, cabe tener presente, para una mejor comprensión del propósito de tal dictado, la evolución contemporánea sobre la materia.

Superado el estadio en que a la democracia se la asumiera solo en su vertiente procesal e instrumental a la cosa pública, para la formación de los gobiernos, Luigi Ferrajoli la modula recordando que la instrumentalidad del Estado y sus instituciones solo encuentran legitimación “en la garantía de los derechos vitales” de las personas. Así, llegado el siglo XXI cabe predicar a la democracia –es la tesis que sostengo– como un derecho humano totalizante de los derechos humanos; esos que el Estado y su gobierno respectivo, exactamente, han de asegurar como simples correas de transmisión. No es esta perspectiva, sin embargo, la que asume el texto chileno desechado.

En mi libro Calidad de la democracia y expansión de los derechos humanos (2018), refiero que la democracia es ahora, conceptualmente, un derecho humano transversal: derecho humano de base que determina el contexto en defecto del cual los mismos derechos humanos carecerían de sentido; ella ajusta la razón de ser última de la organización constitucional y del funcionamiento de la propia democracia como garantía de estos. No por azar, mutatis mutandis, la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, de 1948, dispone expresamente como derecho de toda persona “que se establezca un orden social e internacional en el que los derechos y libertades proclamados en esta Declaración se hagan plenamente efectivos”.

La Corte Interamericana de Derechos Humanos ha sido enfática, refiriéndose, a manera de ejemplo, al derecho humano a la libertad de expresión como columna vertebral de la democracia, declarando que esta desempeña un papel crucial en la “consolidación y dinámica de una sociedad democrática”. La sociedad de las personas, en suma, es la democrática, no el Estado, como garante del derecho a la democracia, tal como lo prescribe en su primer artículo la Carta Democrática Interamericana: “Los pueblos de América tienen derecho a la democracia y sus gobiernos la obligación de promoverla y defenderla”.

Por consiguiente, dentro de esta óptica renovada es que los derechos humanos, para que sean tales y no meras desfiguraciones constitucionales, deben realizarse dentro de “instituciones democráticas”, derivándose sus garantías “de la forma democrática y representativa de gobierno”; limitables tales derechos, únicamente por “las justas exigencias del bien común en una sociedad democrática”, como reza la Convención Americana de Derechos Humanos en su preámbulo y artículos 29 c) y 32.2.

A días de haberse aprobado mediante referéndum el proyecto constitucional bolivariano de 1999 en Venezuela, dedico mi Revisión crítica (2000), entre otros asuntos, a desbrozar la cuestión a la que se contrae esta nota sobre el proyecto chileno.

Observaba que, según el Preámbulo del primero es fin supremo de la Constitución “refundar la República para establecer una sociedad democrática, participativa y protagónica, multiétnica y pluricultural en un Estado de justicia, federal y descentralizado…”. Es decir, se postuló entonces lo que de raíz vino a destruir luego el régimen de libertades e hizo nugatorio el catálogo inflacionario de derechos humanos que proclamara. Se estableció, justamente, una “sociedad” en “un Estado». En otras palabras, la sociedad y sus integrantes –los ciudadanos– pasamos a ser el contenido de un continente republicano que se nos sobrepuso y volvió precarias nuestras existencias, como individuos, como personas y como nación.

No por azar, el artículo 3 de la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela precisa después de que «el Estado tiene como sus fines esenciales [entre otros]… el desarrollo de la persona (Omissis)». No es esta la que libérrimamente define su proyecto de vida, en un marco aceptable de pluralismo democrático. Nada distinto de esto hoy se aprecia en el proyecto chileno, felizmente negado.

Este, por lo demás, a la vez que predica que los “seres humanos” mantienen una “relación indisoluble con la Naturaleza”, según el tenor del inciso 3 del artículo 1 y que los declara, conforme a los términos del artículo 8, “interdependientes con la Naturaleza y forman[tes] con ella [de] un conjunto inseparable”, asigna al Estado la promoción del Buen Vivir; es decir, que la organización de la sociedad ha de encontrar su equilibrio en los dictados de la Naturaleza y dentro del Estado, jamás fuera del dominio y de la exégesis arbitraria que este haga de los mandatos inescrutables de aquella.

Acaso pueda decirse que incurro en una desviación ideológica si afirmo –como es mi íntima creencia, partiendo de un discernimiento antropológico– que las indicadas proposiciones chilenas, que buscaron ponerle fin a su actual orden constitucional, se fundan en el supuesto de la cosificación de la persona humana. Se trata de una idea que algunos aún sostienen para tirar por la borda las enseñanzas constitucionales que nos legaran a Occidente la Segunda Gran Guerra del siglo XX y el Holocausto, resumidas en el principio pro homine et libertatis.

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