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El próximo pueblo

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A mi hermano de la vida,

Henry Collet Camarillo

Juan Nuño fue el más ilustre, conspicuo y polémico representante del escepticismo lógico en Venezuela. Agudo y punzante, inteligente y satírico, nadie puede poner en duda -ni siquiera el propio Nuño, quien habituaba ponerlo todo entre signos de interrogación- ni su densa y sólida formación filosófica ni la decisiva importancia que ha tenido su contribución para el quehacer filosófico contemporáneo, tanto en Hispanoamérica como, especialmente, en el país que escogió para emigrar desde su España natal apenas con una veintena de años, para hacerse discípulo de Juan David García Bacca, de quien no solo recibió el pléroma -esa unidad primordial- de la filosofía clásica antigua, sino el riguroso dominio de la lógica  formal y de la filosofía de la ciencia.

Después vinieron Cambridge y el positivismo lógico, la Sorbona y el existencialismo de Merleau-Ponty, Suiza y las enseñanzas de Bochenski. La época dorada de la filosofía en Venezuela pasa, de modo inevitable, por la tonalidad incandescente que le brindaran los tropos del escepticismo de Nuño, esa doctrina -ciertamente, mordaz- que considera que no existe ningún saber firme ni ninguna opinión definitiva. Pero, además, como afirmara Jesús Sanoja Hernández, “Nuño intentó bajar poco a poco desde las alturas de la filosofía a las tierras llanas de la polémica cotidiana”. Y es que es eso lo que, precisamente, transforma al catedrático de filosofía en auténtico filósofo, teniendo o no la razón siempre de su lado.

En algún artículo de opinión, Juan Nuño dejó claro que Venezuela, a diferencia de otras regiones más transparentes, nunca había tenido la mayor importancia para el imperio español. No era un virreinato sino, apenas, una capitanía general y, en última instancia, un lugar de paso, un puerto de entrada ubicado al norte del sur del continente. Un puerto, con todas las implicaciones que el término sugiere. Una puerta, un portal, un toc-toc. La puerta de los gallos (portu-galia) del Caribe. El desprecio -y, más bien, el reconcomio político- de los españoles del Renacimiento frente a Portugal marcó el destino de Venezuela, cuyo nombre de pila, por aquello de los palafitos, ya llevaba inscritos los caracteres de la poca monta: una Veneci-ucha, una Vene-zuela: la zuela de Venecia. Según esta descripción, Venezuela, incluso antes de nacer, comporta los signos de la decadencia. Su bautismo revela un reflejo especular, la imagen invertida de su referente europeo. Es la extensa llanura, aguas abajo, del virreinato de la Nueva Granada. La casamata desde la cual se puede resguardar la vastedad de las playas caribeñas, ya desde entonces, plagadas de piratas ingleses, holandeses, franceses, entre otros, pero no el lugar estratégicamente indicado para la fundación de la capital imperial en los nuevos territorios que se iba anexando.

Al liberarse definitivamente del dominio monárquico español, Bolívar, venezolano y caraqueño, no pensó en su terruño como la capital de la nueva república independiente sino, por cierto, en Santa Fe de Bogotá, la antigua capital del virreinato de la Nueva Granada. Allá estaba la ilustración, la cultura, la educación, la institucionalidad, en fin, como él decía, “la universidad”. Venezuela era el “cuartel” y Ecuador el “convento”. Por eso se convirtieron en los otros dos Departamentos de “Colombia la grande”, como el Libertador -inspirándose para ello en la Colombeia de Francisco de Miranda- solía denominar a la nueva nación. Al producirse la ruptura y tener lugar en Valencia la fundación de la República de Venezuela, la incipiente conciencia comienzó a construir y destruir -una y otra vez- su propio artificio. Si, por un lado, con el doble triunfo obtenido -el haberse independizado de la monarquía española y el haberse separado del antiguo centro político y cultural neogranadino- el pueblo venezolano parecía haber llegado a su más alta cumbre, por el otro, iba dando rienda suelta a sus determinaciones interiores. Y al volverlas hacia afuera se iban poniendo en evidencia sus discordias. Ya no estaba en lucha contra sus anteriores opresores, pero al cumplir la misión y llegar al goce de sí mismo, comenzó a reproducir dentro de sí la oposición que acababa de anular. La progresiva descomposición interna fue la inmediata consecuencia de su victoria. Y, así, el final de la tiranía exterior puso en evidencia la presencia de la tiranía que se llevaba por dentro. Ya no había tensión hacia afuera, pero ahora se ponía de manifiesto la descomposición interna. Su más alta cumbre terminó por dar inicio a su decadencia. Como podrá observarse, la geografía no es tan solo el “estudio de la Tierra”, sino que precisamente por ello es historia viva.

Aparte del paréntesis democrático, que durante cuatro décadas hizo florecer a un pueblo que parecía encaminarse finalmente hacia su civilidad, conducido de la mano por sus instituciones universitarias, las reiteradas convulsiones orgánicas y la inclinación mórbida por la autoflagelación parecen ser sus constantes. Son los reflejos de un reflejo, las ruinas circulares de un inmenso fractal de odios y venganzas contra sí mismo. Un espejo roto y enterrado en la arena sangrante. Una constante que, por estos días, pareciera no ser exclusiva de la multitud venezolana. Es tiempo de que esta ficción de la conciencia natural se termine. Para superarse a sí misma, Venezuela no puede “volver a ser lo que fue”, ni debe “salvarse” nada en ella. El “como éramos antes” es parte de la ficción. Sólo queda reinventarse y rehacerse o, más bien, re-crearse. No era difícil adversar el entendimiento de Nuño desde el historicismo filosófico, pero era fácil reconocer el correcto ejercicio de sus refutaciones. Quizá Nuño no llegara e tener plena conciencia de las implicaciones contenidas en su negación del mito venezolano. Pero, en todo caso, conviene advertir que es en virtud del escepticismo que el espíritu se pone en condiciones de examinar lo que es verdad, haciéndolo desesperar de sus propias representaciones. Quizá sea este, como dice Hegel, “el camino de la duda y la desesperación”. Pero es el único camino capaz de hacerle saber a los muertos que tienen la obligación de enterrar a sus muertos.

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