El reciente aniversario de la muerte de Benedicto XVI, fallecido el 31 de diciembre de 2022, es ocasión de tomar la pluma y evocar a un papa tan querido y recordado. El papa Ratzinger permanecerá muy vivo en la memoria de la Iglesia mientras ésta siga su camino aquí en la tierra. Su contribución a la vida cristiana y a la Humanidad entera ha sido formidable. Si llamamos Padres de la Iglesia a aquellos grandes testigos de Jesucristo de los primeros tiempos, cuya obra fue decisiva para que la fe cristiana calara en el corazón de la cultura grecolatina, Benedicto XVI bien podría ser un padre de la Iglesia de los tiempos modernos. Su magisterio, primero como teólogo, luego como obispo, colaborador de san Juan Pablo II en la Congregación para la Doctrina de la Fe y finalmente como papa, ha sido muy valioso para la inserción evangelizadora de la fe en la cultura moderna.
La inculturación de la fe es la permanente tarea de la Iglesia, apasionante y hermosa, pero también ardua y peligrosa. Se trata de anunciar cordial e inteligentemente la novedad del Evangelio sin subordinarlo a las ideas y a las modas de los tiempos. Ante la amenazante helenización del cristianismo el logro providencial de los Padres de la Iglesia fue la evangelización del helenismo. El gran reto de la Iglesia de hoy es evangelizar la modernidad sin caer en la tentación de ‘modernizar’ el cristianismo. El papa Ratzinger ha sido sin duda un enviado de Dios justo con esa misión: abrir caminos para evangelizar la cultura moderna sorteando el peligro actual del modernismo. ¿Qué caminos? Me parece que dos fundamentales: el de la libertad y el de la esperanza.
En 1961 el profesor Ratzinger escribió para el cardenal Frings la famosa conferencia de Génova titulada ‘El Concilio y el mundo de las ideas modernas’. Ya entonces identificaba los dos anhelos básicos de la cultura moderna que pueden y deben ser asumidos por la Iglesia: libertad y esperanza. Libertad para pensar y actuar sin cortapisas autoritarias y esperanza capaz de alimentar la lucha contra todo tipo de esclavitud y desigualdad injusta. Pero ¡cómo!, ¿no fue Ratzinger un autoritario y rígido guardián de la ortodoxia? ¿No estuvo precisamente él en contra de la libertad de expresión en la Iglesia? ¿No defendió que la verdad debe ser impuesta a todos y que democracia y relativismo vienen a ser lo mismo? Quien quiera una respuesta a estas preguntas que no se reduzca a los tópicos al uso, lea directamente al papa Ratzinger. Por ejemplo, el discurso a la Curia Romana con motivo de la Navidad de 2005 y el pronunciado en Berlín ante el Bundestag, el parlamento de su patria alemana, en septiembre de 2011. En el primero encontrará una sencilla y honda explicación teológica de la libertad religiosa y de conciencia. En el segundo, Benedicto XVI reconoce la pertinencia de la ley de las mayorías en la toma de decisiones políticas ordinarias, al tiempo que recuerda que dicha ley ha de atenerse a la recta razón, o ley natural, pues, si no es así, también las mayorías pueden dar lugar a un ‘derecho injusto’, capaz de poner en peligro no sólo la paz, sino incluso la supervivencia de los pueblos. «Lo sabemos bien los alemanes», les decía a sus ilustres oyentes, que le aplaudieron con entusiasmo repetidamente.
Sí, la libertad es una noble aspiración, es una nota fundamental de la naturaleza humana. No hay verdadera humanidad sin libertad. Pero no se puede olvidar que tampoco hay libertad sin verdad. Sin verdad, la libertad andaría desnortada y acabaría identificándose con la arbitrariedad. Igual que la fe cristiana es un supremo ejercicio de libertad, precisamente porque consiste a una respuesta libre a la interpelación divina latente en el ser mismo de las cosas y patente en la Palabra evangélica.
Los «valores no negociables» de los que hablaba el papa Ratzinger no son una cortapisa para la libertad, sino más bien estímulos de su fortaleza, pues son expresión de la verdad de la naturaleza humana. Por eso, la Iglesia bendice siempre a las personas, aunque no vivan de acuerdo con esos valores, porque las acompaña en su posible respuesta libre a la Palabra del amor misericordioso de Dios. En cambio, no puede dar a entender ni con gestos ni con discursos llamados ‘pastorales’ que aprueba situaciones objetivas que obstaculizan la libertad, por ser contradictorias con la naturaleza humana. No puede bendecir los equipos humanos ni los lugares o los instrumentos destinados a ejecutar la muerte de los que van a nacer o de los que no quieren seguir viviendo; ni los equipos y los lugares destinados a la indoctrinación forzosa de los ciudadanos o a su planificación; ni las parejas que recortan o simulan el matrimonio ni los equipos o los lugares destinados a tales efectos; ni las asociaciones o grupos cuya finalidad, en contra del bien común, sea la corrupción económica o política.
Evangelizar la cultura de la libertad exige distinguir entre libertad y libertad aparente. Si el discernimiento no se da o se da mal, no será posible la evangelización de la modernidad.
¿Y la esperanza? Algunos se preguntarán: ¿Puede el papa Ratzinger hablar de esperanza? ¿No es él un gran abanderado del ‘pesimismo agustiniano’ frente al mundo, y en particular, frente al mundo moderno? De nuevo: Quien desee una respuesta adecuada, libre de tópicos, lea la encíclica ‘Spe salvi’ (Salvados en esperanza).
La cultura de hoy pivota –según Ratzinger– sobre una confianza ingenua y desmedida en la ciencia empírica y en la técnica. De ellas espera el hombre moderno la superación de todos sus males y carencias. Es la ideología del nuevo y supremo ídolo del ‘progreso’. Es la nueva y misma suerte de paganismo que inspiró las políticas totalitarias y nacionalistas del siglo XX, causantes de las mayores esclavitudes y masacres de la historia. Es también el numen de la actual cultura de la muerte y del descarte, bajo el signo de la dictadura del relativismo, que causa de nuevo un número estremecedor de víctimas y que quiebra la ecología humana y la planetaria.
Pero la dramática deriva del racionalismo materialista moderno nunca le hizo perder a Ratzinger su fe en la capacidad de la razón humana para abrirse a la verdadera religión. Siempre creyó que la razón comparte con la fe cristiana el rasgo básico de la humildad. Tanto la una como la otra, aunque de diverso modo, están de por sí inclinadas a no cerrarse en sí, y a buscar y a agradecer la raíz de su ser más allá de ellas mismas. Por eso, pueden y deben encontrarse. ¿Dónde? En el Dios vivo y verdadero, manifestado en Jesucristo. Él es la gran esperanza que permanece cuando las pequeñas y falsas esperanzas se desvanecen. En él hay esperanza para todos; no sólo para los supuestos beneficiarios del ‘paraíso’ del progreso, sino también para las víctimas de la historia real, surcada por tantas lágrimas y tanta sangre.
El papa Ratzinger es un padre de la Iglesia de nuestros tiempos, porque sabe denunciar las utopías que esclavizan y abre caminos a la esperanza que engendra libertad.
Monseñor Juan Antonio Martínez Camino es obispo auxiliar de Madrid.
Artículo publicado en el diario ABC de España