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El profesor Román J. Duque Corredor y Ángel Ganivet: silencio en las letras, las humanidades y el Derecho

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Román Duque Corredor y Ángel Ganivet

Durante mis años de estudio doctoral en Bilbao (2003-2006), País Vasco, no solo dediqué mi tiempo a la investigación jurídica. Las letras también coparon mi curiosidad de segunda juventud, máxime cuando mi universidad, Deusto, posee la biblioteca más completa en el mundo de la literatura de toda Europa, ello gracias al trabajo y los incesantes viajes del eximio jesuita, hoy desaparecido, Jaime Echarri sj. De los grandes autores españoles, uno en particular copó casi toda mi atención, así como las obras de Andrés Bello, pues, al vivir fuera de tu tierra y saberse “extranjero”, rodea siempre al forastero, otras neblinas que más que desorientar, facilita el acoplamiento y genera identidad sentimental porque también vivió lo mismo del que escribe. Nos referimos a Ángel Ganivet, alma atormentada por los excesos y decepciones la España de su tiempo.

Para el autor de Cartas finlandesas, tomando la fábula de Hesíodo sobre la creación, éste dividía la historia humana en cinco etapas. La primera, formada por la edad de oro, describía a estos hombres como incapaces de envejecer, son libres y cuando deciden morir, se hacen espíritus guardianes de la tierra (Ganivet, Ángel. Idearium español. Salamanca, Ediciones Almar, 1999, p. 9). Esta generación, por ser la prototípica, asumió su misión con un estoicismo sincero, pues, es para ellos una aberración que se apueste por una falsa democracia que tolera autoritarismos. O existe Estado de Derecho o no existe. Los matices de la manipulación, por los que muchas veces se cuela un eufemismo mortal, es sencillamente inaceptable para los principios. Y no hablamos, siguiendo la argumentación de Ganivet, de un estoicismo brutal y heroico al estilo Catón, ni el sereno y majestuoso de Marco Aurelio; mucho menos, del rígido y extremo de Epicteto. Es el natural y humano de Séneca el que influye en estos prohombres. Con la desaparición física se pierde una de las llaves de la bóveda que sostiene el firmamento de las ideas, obligando a la siguiente generación a la toma de conciencia de su inescrutable e ineludible deber de apostarse firmes, en primera fila, la primigenia trinchera y la vanguardia de las virtudes republicanas y constitucionales. Y todos sabemos bien que los embates más dolorosos del fuego enemigo arbitrario, de la metralla canalla y el arsenal de la mentira golpea a quienes deben ir al frente.

Las lecciones de Ganivet se reflejan muy bien en una gran persona, cristiana, ciudadana y venezolana que partió de este mundo hace pocos días. Hacemos referencia al doctor Román J. Duque Corredor. Nominativo incuestionable del ser humano más completo en virtudes. Lamentablemente, desde las profundidades del abismo donde domicilia su fortaleza la oscura y solitaria muerte, uno de sus infames brazos prolongó su movimiento hacia nuestro mundo. Apretó su protervo puño como el ladrón impígero que no discierne al hurtar almas, de aquellas atrapadas bajo la pecina rutinaria y las que deciden cincelarse con el fuego eterno de la excelencia. Este trajín, repetido desde que nos expulsaron del Edén, volvió a repetirse con la muerte física del profesor Duque Corredor.

Generalmente se hacen elogios a la personalidad del fallecido. Situación de obligatorio cumplimiento y nada censurable. Casi siempre se glosan los atributos de la personalidad, el ejercicio de cargos, la rigurosidad en el estudio, la tradición de sus apellidos, escudos, divisas y otro tipo de laurea bien adquirida en vida. Sin embargo, con el profesor Duque Corredor, los miles de mensajes de consternación apuntan hacia la sencillez -no simpleza que es otra cosa- que siempre cultivó con especial esmero. Como buen devoto de confesionalidad católica, la humildad en su interacción humana del día a día, le mereció el gran premio enviado desde los cielos: la diadema del sentido común, el menos común de los sentidos. Coronado con esta especial joya espiritual, el autor de sendas investigaciones de obligatoria consulta en los ámbitos jurídicos, literarios, éticos y políticos nacionales e internacionales, tenía el preciado don pedagógico de explicar múltiples enseñanzas con diversas perspectivas sin que ello lo hiciera militante de sincretismos inaceptables. Al contrario, su vastísima intelectualidad, galvanizó siempre sólidas posturas de una increíble capacidad argumental para fundamentarlas y hacerlas operativas.

Personalmente, más allá que él fuera nuestro padrino de promoción de abogados de la otrora Universidad Católica del Táchira (1998), siempre mantuve una fluida conversación donde nos mostraba su posición no con el ánimo de imponerse, sino más bien para comprender donde estaba el fallo de cada afirmación contraria, para optimizar y elevar todas las temáticas, inclusive, las polémicas. Huía a la dialéctica como método, salvo, claro está, en los litigios donde es de obligatoria influencia, porque fue un litigante ejemplar, audaz, de gallarda lid y profunda convicción que los juicios no están para convertirse en arena de gladiadores sino en templos para la búsqueda de la verdad y la justicia. Conocía a fondo las formas del pensar en occidente, ya que, en su sólida cultura como demócrata-cristiano, sabía que la única verdad salvífica se hizo carne, murió y resucitó para el perdón de nuestros pecados. Este reconocimiento profundo de Dios la abrió puertas de las almas humanas. Así, también se caracterizó por ser uno de los más integrales juristas de la historia republicana en Venezuela, cultivando áreas complejas como la contratación, el derecho administrativo y constitucional, el civil y procesal, y, el agrario donde se transformó en una referencia mundial de esta rama jurídica de nuevo cuño. En los últimos días, reflexionaba sobre un eje común: la extinción de dominio. Y debo confesar que lo que a mi me ha tomado comprender en 15 años, el profesor Duque lo aterrizó en apenas unos meses, no como el sabelotodo, sino más bien, con una humildad que sabía cuando preguntar cuando no sabía algo. Mi más reciente libro, que está en imprenta, no podré discutirlo con él, como acordamos hacerlo cuando obtuviese su fiat lux.

Con sus convicciones del humanismo cristiano, apreciado profesor Duque, me permitiré citar a uno de sus autores preferidos, el reverendo jesuita Teilhard de Chardin: “(…) El sol acaba de iluminar, allá lejos, la franja extrema del horizonte. Una vez más, la superficie viviente de la tierra se despierta, se estremece y vuelve a iniciar su tremenda labor bajo la capa móvil de sus fuegos (…)” (Himno del universo, p. 17). Su obra nunca dejará de iluminar, como sol de virtudes incuestionables, el horizonte de nuestra patria, su Derecho y sus letras. Que Dios lo ilumine desde los más prístinos cielos.

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