OPINIÓN

El primer siglo del Colegio San Ignacio

por Ignacio Ávalos Ignacio Ávalos

El Colegio San Ignacio de Loyola fue fundado por los jesuitas a principios del siglo XX, en el seno de una sociedad que concebía la educación como una actividad laica y se mostraba poco empática con la idea de que la enseñanza pudiera tener un contenido religioso. Nació, pues, con el viento en contra, soplándole durante varios años por razones ideológicas y políticas, esgrimidas para adversar su presencia en el país.

I.

Tiempo después comienza otra historia, caracterizada (permítaseme el uso ligero de la manida frase), por la “coexistencia pacífica de la Iglesia y del Estado”. Tuvieron lugar, entonces, transformaciones generadas porla visión cambiante que emergía del propio colegio, vista la necesidad de ajustar su papel al ritmo en que iban cambiando las circunstancias nacionales, convirtiéndose en el epicentro de un ecosistema institucional en el que figuran hoy en día la Universidad Católica Andrés Bello, Fe y Alegría, el Instituto Universitario Jesús Obrero, la Organización Social Católica San Ignacio (Oscasi), la Asociación de Antiguos Alumnos (OASI), el Centro de Reflexión y Planificación pedagógica (Cerpe) y otras organizaciones socialmente muy relevantes.

II.

Miro para atrás y aún siento cercano ese lunes de septiembre, en el que comencé a cursar el primer grado en el colegio, de la mano de las queridas e inolvidables monjas, las Hermanas de Cristo Rey. Al poco rato, casi sin que me diera cuenta, empecé la secundaria y me gradué de bachiller. Fueron, en total, ocho años en los que nunca me percibí inmerso en un proceso de adoctrinamiento, obligado a cumplir a rajatabla códigos rígidos e inmutables, sino, por el contrario, orientado a pensar por cuenta propia, respetando las reglas lógicas que garantizan la convivencia y el respeto entre compañeros y profesores.

Sali de las aulas ignacianas llevando conmigo un pequeño morral, en el que guardé los fundamentos necesarios para transitar la vida, a saber, la libertad, la ética y el respeto a quienes fueran distintos de mí en cualquier sentido, entendiendo, sin estar plenamente consciente de ello, lo que varios años después leería en un texto de Fernando Savater: “…si bien lo que sea la realidad no depende de nosotros, lo que la realidad significa sí es nuestra responsabilidad. Y por significado no hay que entender una cualidad misteriosa de las cosas en sí mismas sino la forma mental que les damos los humanos para relacionarnos unos con otros por medio de ellas»

III.

A diferencia de las telenovelas, la vida no transcurre de acuerdo con un libreto, no suele ir hacia donde uno la espera, al contrario, sobran las casualidades, los imprevistos, las confusiones y hasta los sustos. Lo que se requiere es ubicarse en ella, entendiendo que el destino siempre lleva el sello de la cooperación, la reciprocidad, la ayuda y ese sinfín de términos que remiten a la solidaridad con los otros. Por eso conservo el referido morralito, buscando siempre actualizar su contenido –esto es, mis marcos de referencia–, de acuerdo con los nuevos tiempos, determinados por la profunda metamorfosis que experimenta el mundo entero, de la que derivan nuevas y numerosas preguntas que remiten, dicho sucintamente, a la necesidad de cuidar la Casa Común, como señaló en su encíclica el papa Francisco.

IV.

Claro que atravesé por problemas y disgustos a lo largo de mi recorrido estudiantil, pero recuerdo con añoranza mi pasado, sin necesidad de hacer trampas con mi memoria. No lo echo de menos, porque guardo todavía su legado, incluidos muchos amigos que se han vuelto eternos. En cierta manera es un recorrido integrado a mi presente e incluso a mi futuro, aunque no he consultado a ningún mago.

No encuentro, pues, manera de expresar mi reconocimiento al colegio. Tengo mil motivos, pero apenas diré, que para fortuna de los que estudiamos en el San Ignacio, el balompié fue parte medular del paisaje escolar, consecuencia del empeño puesto por los curas, sobre todos los de origen vasco. Llevo, pues, el fútbol en las venas y creo haber entendido que, conforme lo han escrito filósofos y sociólogos, la “cancha es una metáfora de la vida”, aunque a menudo me ayuda pensar que la cosa es más bien al revés.