OPINIÓN

El presbítero de los pobres

por Alexander Cambero Alexander Cambero

Una tenue brisa apenas acariciaba la noche del domingo 12 de junio de 1904. En la madrugada se encendieron los mecheros de querosén con la intención de poder organizarlo todo para el viaje a Carora. El arreo de burros esperaba cansinamente debajo de un frondoso árbol de cotoperí. Ya habían tomado agua suficiente en la quebrada del muerto. La familia Carrasco partía desde San Pedro a la misa que oficiaría el sacerdote Carlos Zubillaga en la iglesia San Juan Bautista de Carora. La fábula popular indicaba que este templo, que se calcinó en 1825 y posteriormente reconstruido, fue por la acción del diablo de Carora, molesto por la fervorosa predicación de Fray Ildefonso Aguinagalde, un privilegiado en el arte oratorio sacro, cuentan que las bancas del templo siempre estaban llenas de feligreses extasiados con su verbo.

El viaje fue un itinerario de un paisaje simpar. De pronto el amanecer era un lienzo amarillento sobre el horizonte que parecía danzar sobre las nubes. El pincel investido que abarcaba todo el esplendor de los cielos. Una obra de arte en el infinito mientras los burros atravesaban los kilómetros que descienden hasta el reino verde de los cujíes y tunas. A lo lejos se van divisando los caserones de la ciudad mientras las campanas anuncian la proximidad de la misa dominical.

En el pulpito estaba un jovencísimo prelado que desbordaba entusiasmo explicando un evangelio con énfasis en lo social. Era un tanto desgarbado y pálido como la cera que chisporroteaba en los veleros de bronce. Su voz llenaba el recinto de finos acabados de excelsos orfebres. Bajó del pulpito para abrazar a una anciana que llevaron arrastrando una silla de madera con ruedas. Acarició la cabellera de los niños. Un hombre de Dios cercano al dolor humilde fue agigantándose en el corazón del caroreño. Su obra misionera iba llegando a cada ser. Predicaba un evangelio comprometido con la salvación y el bienestar colectivo. Nada de quedarse en la casa cural, iba al encuentro del necesitado con un amor que lo rebosaba. Su ímpetu fue enfrentándolo con la visión conservadora de una iglesia que había sido sometida por la modorra de siglos. Las puertas selladas por el acomodaticio enfoque retrógrado, fueron cediendo ante la avasallante postura de un sacerdote con aires de renovación.

Su postura incómoda…

La labor del presbítero Carlos Zubillaga es un despertar que atemoriza a las elites. Crea el hospital San Antonio. Forma una congregación femenina para que se encargue del centro de salud. Su mente es constante ebullición, siente que debe formarse a la población. Es así como nacen de su genio los periódicos: El pan de San Antonio y El amigo de los pobres que vienen a fortalecer un proyecto modélico. Una escuela para enseñar a los trabajadores de las haciendas a leer y escribir. Su espíritu emprendedor va innovando cada día. Busca rescatar las tradiciones con un proyecto cultural en sectores rurales de La Otra Banda. Su idea era descentralizar el conocimiento. Que no solo llegara a Carora. Era necesario llevar instrucción a todos por igual. Estamos hablando de 1905. Un hombre que adelantándose a los tiempos trajo consigo sabiduría. Recorre toda la geografía llevando un mensaje que prende fácilmente en la gente. Es un levita cercano para el pronto socorro, quiere transformar las vidas a través de la palabra de Dios. El ala tradicional de la iglesia comienza por cuestionar su postura. Sienten que su trabajo es una amenaza para ellos. La disputa se libra tras bastidores.

El presbítero Carlos Zubillaga enseñaba un evangelio comprometido con los pobres, era la influencia de la encíclica Rerum Novarum, que venía para transformar a una iglesia cautelosa. Fue toda una rareza que la mesurada Carora, despertase del letargo, reflejándose en una doctrina tan distinta a su conducta de siglos. Una iglesia inconmovible ante el aire fresco de las reformas, siente que la gestión de aquel entusiasta joven puede terminar por desmontar tradiciones ancladas a siglos de conservatismo. El obispo de Barquisimeto, monseñor Aguedo Felipe Alvarado, decide su traslado a Duaca. La gente protestó su cambio. Más de una lágrima rodó por mejillas apesadumbradas por una decisión no compartida.

Su llegada a Duaca 

Una mañana lluviosa, un sacerdote taciturno, de ojos oblicuos, se quedaba pasmado ante la grandiosidad del hermoso templo duaqueño. Caminó lentamente entre los feligreses que observaban al prelado que trataba de sonreír acompañado de una pequeña maleta. Una habitación austera lo aguardaba. Una cruz de madera en una mesa junto a una imagen de la virgen y un rosario obsequiado por la Sociedad de Jesús en el Huerto eran sus acompañantes. No era fácil comenzar dejando una obra en Carora, su abrupta salida con destino a un pueblo tranquilo y de buen clima eran como los barrotes imaginarios de un rehén incomprendido. Su mente era un mar de contrariedad y tristeza. Sintió que no vislumbraron la magnitud del mensaje. En Duaca comienza paulatinamente a integrarse a la comunidad. Quizás no con la fuerza de su anterior apostolado, pero haciendo énfasis en el compromiso con los necesitados. Sin embargo, comienza a sufrir de alucinaciones que le impiden conciliar el sueño. Las noches son cruentas batallas que trata de enfrentar con rezos. El amanecer consigue a un hombre insomne. Cada día es la misma reyerta con los nervios que agujeran un alma angustiada. Los temores se deslizan por el umbral de su habitación. La noche significa, para él, la intranquilidad de estar a merced. La llegada de la mañana, es la libertad de poder zafarse del imaginario espécimen que lo sacude. Cierra los ojos implorando por todos los santos librarse de aquel gigantesco felino que fantásticamente rondaba en su habitación. Lo escuchaba rugir en el clímax de sus desasosiegos. Horas de angustia y desesperación mientras lo observaba intimidatoriamente desde un rincón. En la jungla de su agitaba imaginación pululaba el animal con supremacía profunda. Sudaba copiosamente mientras las horas son martillazos del destino. Ansía la luz del sol como aquel náufrago que anhela ser rescatado.

En los días de diciembre del año 1911 recrudece la crisis. Ya el tigre no solo aparece en las noches. Ahora es también tormento en las mañanas. La vida del presbítero Carlos Zubillaga es una borrascosa puesta en escena. El 24 de diciembre los feligreses que estaban en el templo lo vieron en veloz estampida atravesar la iglesia hasta subir las escaleras del campanario. Miraba hacia atrás como perseguido por una demoniaca presencia. Quizás exclamaba como Job en horas de abatimiento: «Porque el temor que me espantaba me ha venido, y me ha acontecido lo que yo temía. No he tenido paz, no me aseguré, ni estuve reposado; no obstante, me vino turbación».

Ya a la altura del campanario resbaló para caer al vacío. La gente lo socorrió y en su sangre los pueblos de Carora y Duaca se unieron en un solo corazón. Duró agonizando durante cinco días. Los crespenses estuvieron allí hasta que lo vieron partir en el Ferrocarril Bolívar con rumbo a Barquisimeto, en donde murió. Con él fallecía un prelado con ideas refulgentes de cambio y acción.

@alecambero

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