Quiero recordar que el Premio Sájarov para la Libertad de Conciencia -ese es su nombre completo- fue creado por el Parlamento Europeo en 1988 y que al año siguiente, cuando se concedió por primera vez, designó al surafricano Nelson Mandela y al escritor ruso Anatoli Márchenko como sus primeros ganadores. Ahí quedó claramente establecida la vocación planetaria del reconocimiento, y el alto valor que los derechos humanos y las libertades democráticas tienen en sus objetivos.
El Premio Sájarov -que lleva el nombre del extraordinario científico y disidente soviético Andrei Sájarov, premio Nobel de la Paz en 1975- tiene una especial relevancia, entre otras cosas, por lo que el Parlamento Europeo representa en la historia de la cultura política europea y mundial, y porque contribuye a destacar los esfuerzos extraordinarios que personas, grupos, gremios, organizaciones o grandes movimientos sociales realizan a favor de la libertad, que no siempre son conocidos y divulgados de forma suficiente, en los países democráticos.
Quizá sea ese uno de sus mayores atributos: llamar la atención de millones de ciudadanos del mundo sobre las luchas por la libertad, especialmente en América Latina, África y Asia, aunque debo recordar también que el premio ha sido concedido en Europa, por ejemplo, al diario bosnio Oslobodenje (1993); a la escritora kurda Leyla Zana (Turquía, 1995); a Ibrahim Rugova, activista defensor de los derechos de los albanokosovares (Serbia, 1998); o al colectivo Basta Ya (2000), que fue una estratégica iniciativa civil que cumplió un papel memorable para potenciar en España una firme posición en la opinión pública en contra de la banda terrorista ETA (casi un cuarto de siglo después de que Fernando Savater estuviese en Estraburgo recibiendo el premio, el sanchismo está concentrado en promover el olvido de la violencia terrorista y legitimar el activismo político de los asesinos).
En 2017 ocurrió un hito en la trayectoria del Sájarov: le fue concedido a la “Oposición Venezolana”, entendiendo por ello a un conjunto como los presos políticos, las organizaciones defensoras de los derechos humanos y los factores políticos y sociales que, entonces y ahora, mantenían una lucha signada por enormes sacrificios y riesgos personales, para sostener el delgado hilo de unas libertades democráticas en Venezuela, cada vez más acorraladas y castigadas.
Este hecho de 2017 -flexibilización del concepto, que amplió el universo de quienes pueden ser reconocidos con el premio-, abrió el camino para que en 2020 se le entregara a la Oposición de Bielorrusia -enfrentada a ese peligroso criminal que es el dictador Aleksandr Lukashenko-, y en 2022, al pueblo ucraniano, enfrascado en una admirable lucha de resistencia social y militar, en defensa de su nación, de su territorio, de su cultura, de su lengua y de su derecho a existir, que pretendió ser desconocido por el también criminal, asesino descarado, administrador de venenos y sujeto simplemente infame, que es Vladimir Putin.
Cuando escribo que el Premio Sájarov vuelve a Venezuela, me refiero a que, aunque la decisión del Parlamento Europeo haya sido la de personalizar la designación en el presidente electo Edmundo González Urrutia y en María Corina Machado, legítima e indiscutible líder de la oposición democrática venezolana, en su trasfondo, el galardón apunta, encuentra su mejor sentido, cuando se entiende que va dirigido a la Oposición Venezolana, es decir, a la inmensa mayoría de la sociedad venezolana.
En los siete años que han transcurrido entre 2017 y este 2024 a punto de concluir, Venezuela ha sufrido cambios profundos y sustantivos. Tres de los más importantes se resumen en esto: el país escogió, a pesar de una brutal campaña de sabotaje organizado desde el poder, la cabeza política de la oposición en las elecciones primarias de octubre de 2023: María Corina Machado.
A continuación, sorteando toda clase de fariseísmos, trampas, acciones ilegales y abusos del régimen, ejecutadas con descaro y desproporción, la sociedad participó masivamente en las elecciones del 28 de julio. La oposición democrática, con un candidato hasta entonces desconocido, Edmundo González Urrutia, logró derrotar a Nicolás Maduro, jefe de la dictadura, omnipotente que cuenta con fuerzas militares, ejércitos de guardaespaldas, poderes públicos domesticados y arrodillados a su servicio, un poder electoral que no es más que una mediocre comisaría de asuntos electorales bajo el mando del más mediocre de los funcionarios que ni siquiera sabe sumar, ministerios, institutos y empresas del Estado, cuerpos de seguridad, policías, centros de espionaje civiles y militares, grupos paramilitares y bandas armadas de narcoguerrilleros, colectivos y otros, insisto, a pesar de la desmesura, glotonería, altivez y monstruosidad del poder, González Urrutia ganó con ventaja indiscutible e inocultable.
Y este es justamente el tercer y más decisivo cambio que se produjo en Venezuela en estos siete años: la inmensa mayoría de la sociedad decidió que llegó la hora de que Maduro deje el poder y se inaugure un nuevo ciclo, una oportunidad real para la democracia y las libertades en Venezuela, pero todo esto bajo un signo fundamental: en un país en el que la polarización ha sido superada. En un país con un nuevo escenario político: la sociedad casi entera a favor de un cambio democrático, y un poder sin base social y cada vez más desprovisto de apoyos políticos dentro y fuera del territorio, que se resiste a abandonar el poder.
¿En qué se traduce, en lo real, la pérdida de base social de la dictadura? Se traduce en la instauración de un camino, de una opción real de paz: paz para el cambio en el poder, paz para el proceso de transición que asegure el establecimiento de las bases de una nueva época, paz para atender los urgentes problemas -pobreza extrema y destrucción de todo- que Venezuela ha acumulado durante los últimos 25 años.
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