La dinamita fue uno de los explosivos más populares durante la Primera Guerra Mundial. Su uso bélico se había perfeccionado desde que se creó en 1867: ya no solo sería útil para demoler o facilitar el acceso a minas. Casi de inmediato se sistematizó su uso violento, empezando en el conflicto franco-alemán de 1870.
Alfred Nobel, el inventor de este explosivo, observaba aterrorizado las nefastas consecuencias de su creación.
Históricamente se ha rumoreado que de esa culpa nació la intención del sueco de crear un premio que galardonase a quien beneficiara extraordinariamente a la humanidad. Afortunadamente, Nobel no tenía solo la intención, sino también los fondos para financiar el proyecto. En su testamento, escrito en 1895, indicó que su fortuna, acaudalada por sus empresas y patentes, debía usarse para financiar cinco condecoraciones en física, química, medicina, literatura y paz (el de economía sería agregado posteriormente en 1969).
Fue así como en 1900 se creó la Fundación Nobel. Desde entonces y hasta la actualidad se encarga de manejar los fondos, por lo general invirtiéndolos y reinvirtiendo los dividendos en el mercado de valores y en bienes raíces.
De allí surgirían los comités, que se encargarían de nominar a las mentes que suponían eran las más brillantes del planeta. Algunas personas que no pertenecen a la institución, usualmente académicos, harían diversas nominaciones a los comités. Parlamentarios, miembros de algún gobierno y de cortes internacionales también contarían con el privilegio. Posteriormente el comité escogería al ganador basándose en diferentes reportes de expertos en cada uno de los temas. El responsable de haber nominado a un candidato es mantenido en secreto durante un mínimo de cincuenta anos.
Desde que se otorgó el primer premio en 1901 se han desatado una serie de controversias. El comité ha sido criticado por diferentes sesgos estéticos y políticos, principalmente en los premios de la paz, economía y literatura. En sus inicios tenían una clara preferencia por los escritores barrocos, descartando así a genios innovadores como Lev Tolstói y James Joyce de los nominados. Otra crítica ha sido la del sesgo izquierdista, observable sobre todo entre los pacifistas y economistas laureados. Hasta hace un par de décadas el eurocentrismo de los Nobel era indiscutible, aunque esto ha sido corregido notablemente.
Sin embargo, en tiempos recientes no han faltado las controversias. Rigoberta Menchú, quien mintió considerablemente en su autobiografía, el libro que le trajo su fama de pacifista en primer lugar, ganó en 1992. Barack Obama recibió el premio en 2009, solo unos cuantos meses después de haber tomado el poder, por lo que el galardón se percibió como un rechazo simbólico al gobierno de Bush. Bob Dylan ganó en 2016, desatando la rabia de incontables escritores a nivel mundial que rechazaron la idea de que un songwriter recibiera el reconocimiento.
Independientemente de las controversias, ningún otro premio tiene el prestigio y renombre del Nobel. Es sinónimo de magnificencia y genio: quien lo reciba se eleva sobre el resto de los mortales, entra en una especie de olimpo laico. “Nobel“ dejó de ser un apellido y se convirtió en una marca, una etiqueta hiperexclusiva sin igual, a la que cada año aspiran incontables científicos y pensadores de todo el mundo.
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