OPINIÓN

El populismo: de la Antigua Grecia a Hugo Chávez

por Ernesto Andrés Fuenmayor Ernesto Andrés Fuenmayor

Una de las características básicas e intemporales del hombre es su tendencia a reconocer la realidad por medio de la dicotomía del “yo y el otro”. Se entiende cómo al sujeto de un entorno social, al cual está atado y del cual es dependiente, le resulta sencillo interpretar su buena o mala fortuna como un resultado directo de las acciones ajenas. Paralelamente, la lucha por bienes materiales ha sido uno de los elementos constantes a lo largo de la historia: en cualquier época y cualquier región ha sido la guerra, es decir, la búsqueda violenta de territorio y poder la que ha definido la delimitación de los espacios geográficos y sus respectivos rasgos culturales.

En este contexto de antagonismo y violencia resulta fácil imaginar cómo el individuo adoptaría una postura escéptica con respecto al otro, depositando en él la causa de su desgracia. Esta mentalidad, natural y comprensible ha sido el capital político de incontables individuos en posiciones de poder a lo largo de la historia. Ignorando (a sabiendas o inconscientemente) la compleja concatenación de causas y efectos que llevan a una circunstancia histórica favorable o desfavorable, el líder carismático apunta hacia un enemigo fácilmente acusable y para ello les hace creer a las masas que es aquel el único culpable de su desdicha. Es esta tendencia, simplista y visceral, a la que denominamos “populismo”.

El populismo es, entonces, una forma de discurso político que busca conmover a las masas apelando a sus miedos, frustraciones y demás emociones negativas que consolidarán la base popular del líder en cuestión, pues este promete aliviar dichos males. Por lo general, el populista hace la dicotomía entre el “pueblo”, noble y justiciero, y la “élite”, corrupta y malintencionada. También existe la variante xenofóbica moderna que demoniza al extranjero y lo describe como a alguien que viene a pervertir los valores de la “patria”. En el populismo varían los polos en cuestión, lo constante es el antagonismo y la victimización. El líder se presenta a sí mismo, por ende, como un salvador, una especie de intermediario mesiánico.

Ya Aristóteles, el primer gran teórico político, rechazaba al sistema democrático por su tendencia a la demagogia. Indicaba que la democracia nunca sería el gobierno de todos, sino de una fracción social que podía ser manipulada por un futuro tirano. Similarmente, Platón criticaba ese despotismo de la mayoría que había matado a Sócrates, condenado al envenenamiento por un tribunal democrático ateniense. Ambos pensadores describían a la democracia como un sistema de alto riesgo, en el que líderes carismáticos podrían llevar a cabo sus intereses personales si lograban justificarlos frente a suficientes individuos. La tiranía, que en el pensamiento político griego era el peor de los gobiernos, estaría entonces a la vuelta de la esquina. El populismo, como una vertiente de la demagogia, también.

En el imperio romano, heredero de la civilización helénica, se aplicaron medidas de control social que buscaban embelesar y adormecer al pueblo gobernado. Nace el conocido concepto de “pan y circo”, que aunque se diferencia del populismo porque no busca la confrontación, tiene claros matices de manipulación. Existían además los “populares”, una fracción de la aristocracia que buscaba imponer sus intereses políticos en el Senado apelando a las necesidades de las masas.

Podríamos decir que estas dos variantes populistas, la griega y la romana, son protopopulismos, antepasados del actual fenómeno que se observa a escala mundial. Y es que difícilmente podía ser de otra manera. Las instituciones de Occidente, así como nuestros códigos éticos y morales, son profundamente grecorromanos. Lo que ocurre en la actualidad no es más que la reproducción de tendencias políticas que tienen su origen en la antigüedad.

A América Latina también le ha tocado esa herencia. Las peores fallas estructurales de la democracia han conseguido un terreno fértil en esta región, debido a la inmensa desigualdad social y la falta de confianza en las instituciones, elementos que componen un paraíso populista. El caudillismo, por ejemplo, es un fenómeno profundamente latinoamericano, una variante populista autóctona, aunque al mismo tiempo no es más que una prolongación de esa demagogia que criticaba Aristóteles. El caudillo se presentaba (y presenta) como un líder carismático, un ser de carne y hueso frente al cual palidecían los abstractos ideales republicanos. Con un discurso inflamado y victimizante, lograba llevar a cabo revoluciones sociales que cambiaban el panorama político por medio de la violencia.

El mejor ejemplo en tiempos modernos probablemente sea Hugo Chávez, un verdadero arquetipo de lo populista. Este supo utilizar las desigualdades socioeconómicas de los venezolanos para crear la clásica dicotomía víctima-victimario. Un pasado colonial, períodos de inestabilidad política, un complejo tejido social-étnico, falta de seguridad institucional, la unidimensionalidad de la economía y demás dificultades estructurales habían hecho de Venezuela un país con una terrible repartición de riquezas y los consiguientes antagonismos sociales. El tirano venezolano utilizó esas controversias para sembrar en los ciudadanos un odio basado en el clasismo; creó su capital político a partir de la demonización de las jerarquías económicas establecidas y para ello acusó a una “oligarquía” de ser la culpable de condiciones que eran producto de un desdichado pasado institucional y socioeconómico.

Hugo Rafael Chávez Frías es el más macabro ejemplo de aquello que los griegos detestaban en el sistema democrático. Es la personificación de la demagogia, el caudillismo, la seducción por medio del carisma y, por supuesto, del más puro populismo. Su legado político ha llevado a la ruptura de la identidad venezolana como una unidad y a la toma de poder de Nicolás Maduro, un individuo históricamente incompetente, que basa su escaso apoyo popular en el más bananero discurso populista que haya visto esta región. Resulta inexplicable el mérito que merecen los teóricos griegos por predecir, con tan intemporal precisión, los mecanismos que llevan a que la democracia caiga en tiranía. Ya no en Atenas, sino en Venezuela.