OPINIÓN

El poeta que siempre resucita

por Sergio Ramírez Sergio Ramírez

Rubén Darío murió en León de Nicaragua el 6 de febrero de 1916, de modo que ahora se cumplen 106 años de aquella fecha tan lejana, pero a la vez cercana. La obra de un poeta tan trascendental, que marcó una época y sigue marcando a la literatura de nuestra lengua, se acerca a nosotros mientras el hecho de su muerte se aleja en el tiempo; es la manera de sobrevivir en las palabras que él renovó un día, porque hoy vivimos en una lengua que ya no es la misma desde que su poesía la cambió, despertándola de un largo letargo.

Una de las pruebas de su permanencia es que es un poeta doméstico y a la vez trascendental. La musicalidad de sus versos hizo que generaciones los aprendieran de memoria, sobre todo aquellos que contaban historias de princesas tristes de esperar y niñas que suben al infinito a robar una estrella sin permiso del papá; y que inspirara la letra de los tangos y los boleros. Y, por otro, lado, la poesía que interroga sobre la vida y la muerte, como en «Lo fatal», que para García Márquez era el gran poema de la lengua castellana.

Nació el 18 de enero de 1867 en una aldea olvidada de las estribaciones de la cordillera madre de un país pequeño, pobre y desangrado por las guerras civiles, que entonces no figuraba en los mapas del mundo. Habían llegado los años de una paz precaria, después de que los eternos liberales y conservadores, confrontados en bandos irreconciliables, se unieron, y con ellos todo Centroamérica, para expulsar a los filibusteros del esclavista sureño William Walker que se habían apoderado de Nicaragua.

En 1867 gobernaba el general Tomás Martínez, y ese año mandó a levantar un censo del que resultó que el número de habitantes no superaba los 150.000; le pareció desdoroso que fuesen tan pocos, y ordenó aumentar 100.000 más. Un país rural despoblado, mayormente analfabeto, donde eran escasas las escuelas.

Y el 23 de febrero de ese mismo año, días después del nacimiento de Darío, apareció en el diario oficial la noticia de que un águila real había sido encontrada en uno de los parajes de la misma sierra madre: “Bastantemente fornida, las uñas tienen pulgada y media de largo, su cabeza pequeña, viva, inteligente, está adornada por un círculo de plumas negras en su extremidad, formándole una corona”, escribe el cronista anónimo.  “De rato en rato sus ojos se cubren de un velo blanco que da a su fisionomía un cierto aspecto de bondad…hasta hoy no se creía que en Nicaragua hubiese águilas, y mucho menos águilas reales”.

Podríamos verlo como un augurio. Un águila real abría sus alas para cobijar el nacimiento de un poeta que llegaría a ser el símbolo del país entero, y cuyos aniversarios de nacimiento y muerte, estrechamente avecinados, siguen recordándonos que hay algo de qué enorgullecerse, aunque sigamos sometidos a los rigores de sucesivas tiranías.

El águila fue presentada como obsequio al general Martínez, quien terminaba su segundo período presidencial, y aunque intentaba reelegirse ya no pudo hacerlo; ya se ve que es una vieja tradición esa en Nicaragua, de los caudillos aferrados al poder.

Cuando Darío regresó en 1907 a Nicaragua tras largos años de ausencia, después de vivir en Chile, Argentina, Francia y España, el país entero se volcó a recibir al príncipe de las letras castellanas, pues ese era ya su título; volvía, según el ditirambo de los discursos, nimbado por la gloria. En la estación del ferrocarril de León los artesanos desuncieron los caballos de la carroza descubierta que debía llevarlo por las calles, y se pegaron al tiro para arrastrarlo; niñas disfrazadas de canéforas regaban pétalos a su paso, y la carroza atravesaba bajo arcos triunfales. Pocos lo habían leído, porque en el país escaseaban las bibliotecas y los periódicos, tampoco se publicaban libros, y los analfabetos seguían siendo mayoría. Pero era el héroe que regresaba después de haber conquistado el mundo.

No fue así en 1915 cuando volvió para morir. El tren pitó tristemente cuando entró a la estación desierta a la medianoche, y lo llevaron a alojarse en una casa falta de muebles y aún de una cama, que fue comprada de urgencia. Desahuciado, lo que más bien se esperaba era su muerte, para que su cadáver pudiera ser velado en noches interminables, cambiado cada vez de vestidura, en uniforme de embajador, con peplo griego, el féretro descubierto paseado por las calles, antes de ser enterrado en la catedral al pie de la estatua de San Pablo, despojado del cerebro.

Su amigo íntimo de toda la vida, el sabio Luis H. Debayle, se empeñó en medirlo y pesarlo; quería saber si era más grande y si pesaba más que el de Víctor Hugo, o el de Stendhal, porque la primacía del genio se determinaba según onzas más, onzas menos. Pero, ya el cerebro depositado en una urna de cristal, fue objeto de un pleito a bastonazos cuando el cuñado de Darío, que quería venderlo a un museo extranjero, quiso arrebatárselo de las manos a Debayle, y la urna cayó al empedrado de la calle.

De allí fue recogido y repuesto en otra urna, para llevarlo al cuartel de policía de los marinos de Estados, porque entonces Nicaragua era un país ocupado.

Quizás adonde de verdad Darío había regresado no era a la tierra natal que nunca se apartó de su mente, el sol de encendidos oros y las calurosas noches tropicales bajo las estrellas, sino al infierno. Antonio Machado, desde el otro lado del océano, se preguntaba en un poema escrito al saber la noticia de su muerte: “¿Te ha llevado Dionysos de su mano al infierno/y con las nuevas rosas triunfantes volverás?”

Vuelve cada año triunfante, y vuelve siempre, porque permanece en las palabras. Palabras inmarcesibles, como a él mismo le gustaba decir.

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