La ciudad ha sido dibujada en infinidad de visiones marineras, teñidas de azul intenso y bañadas de aguas tranquilas. Versos y prosas galantes, románticas, heroicas, pero también tristes, agrias y sombrías. Y qué mejor forma de celebrarlo sino sumando a los muchos poetas que otrora lo hicieron, la inédita visión de un bardo viajero, la de Gregorio Castañeda Aragón aquel colombiano a quien se le recuerda como el Poeta del Mar.
Nacido en Santa Marta el año 1884, deja de existir en Barranquilla en 1960 con larga vida en la que destaca como poeta, periodista y diplomático. Formó parte de una generación que se abrió camino entre el modernismo y la vanguardia, contándose entre los discípulos del catalán Ramón Vinyes, quien en Baranquilla fundara la revista literaria Voces en la que escribe Castañeda Aragón, cuyo nombre ya destaca como intelectual de gran valía en los años treinta. Como diplomático se desempeña en Brasil, Ecuador, Guatemala y Puerto Rico, responsabilidades que alternó con la escritura publicando libros de crónicas, cuentos y poesía.
Su obra poética está íntimamente asociada al mar, tal como lo revelan algunos de los poemarios salidos de su pluma: Rincones de mar (1925), Faro (1931), Canciones del litoral (1939), Mástiles al Sol (1940) e Islas flotantes (1959). La lectura de sus versos transpiran profundas vivencias y encierran belleza, misterio, tristeza y esperanza como aquellos de su Elegía del viejo marino: “El único paisaje que no ha muerto / en tus cansados ojos es el mar. / Andar caminos de la tierra fuera / llevar lejos, más lejos, / esa fatiga de ciudades tristes / que tanto pesa en tu fardel viajero”; o estos otros de su Canción para el niño que nació en el mar: “Cuando grande seas, / que un día serás, / te irás —¡quién lo duda!— / solito a viajar, / y mamá la vieja / se pondrá a cantar, / a cantar canciones /que tú ya no oirás, /con nieve de espuma, / con sol y con sal, / con sal de las olas, / con sol de la mar…”.
Castañeda Aragón llega a Puerto Cabello en algún momento de sus andanzas, aunque no hemos podido precisar las circunstancias y el año. Quizás a bordo de algún buque de pasaje que recorriendo su itinerario regular, hacía un toque allí, lo cierto es que el poeta colombiano visita el puerto dejando breves pero crudas impresiones del lugar en unas Estampas Americanas, en las que también se refiere a Willemstad y San José de Costa Rica.
Como tantos otros viajeros que desembarcaban en rápida y, a veces, furtiva visita, se abre paso desde los muelles hacia el sur en su caminar por las viejas calles coloniales, curioseando en la intimidad de los pobladores y sus hogares: “Sepia sosegado de hoja seca y rojo de ladrillo desmoronado./ Huele por todas partes a merienda hecha en anafe, a chocolate de convento. Y nos parece ver el comedor sombreado por menuda reja morisca; sobre la ancha mesa la alcarraza llorosa de frescura, la escarola lista para la ensalada, y arrimada a un ángulo del armario de la vajilla, pegada a su sillón de alto espaldar, a la abuela que reza esperando la hora de tomar arroz con leche./ Voy por la primera calle, y por las ventanas de los caserones sale un olor tímido de incienso que de seguro arderá en ramajeada tasa de loza, frente al Cristo o la Dolorosa, ahumados por luengas veneraciones./ El agua se apacigua sobre los viejos malecones bordeados de jardincitos limpios, y más allá, por toda la ribera tranquila, se mueren los tamarindos y las palmeras./ Tocadas por los característicos aleros de teja de canal renegrida, las casas con férreos ventanales y labrado frontispicio, miran al horizonte abierto. Jóvenes caras sonreían detrás de los barrotes, decorados por el óxido, entre las macetas de geranios. Un cornetín estudia a la sordina en un interior./ He visto al ponerse el sol unos chiquillos lavándose en la lánguida ola que azulea en la playa. Y a medio día, unos muchachos tumbados en las hojarasca del parque, bajo los árboles, mientras que un carro bajaba a la puerta de un comercio unas cajas de importación alemana”.
El visitante fugaz observa y juzga duramente, no tiene por qué ensalzar al puerto que jugaba a ser ciudad, tampoco halagar al anfitrión ni al lugareño, solo testimonia agriamente al final de la tarde: «Después del crepúsculo, una muchacha, la misma muchacha de todos los pueblos, pálida, de ojos oscuros, atalayaba largamente, desde su balcón, la sombría inmensidad del mar./ Representa ella aquella esperanza que nos hace vivir años y años frente a un viejo pedazo de playa, en un puerto triste, mirando entrar y salir de tiempo en tiempo los barcos que van a lejanas ciudades y que a ellas tal vez no han de llevarlas nunca”.
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@PepeSabatino