Una vez más, durante los últimos días, se ha puesto en evidencia el nivel de bajeza al que ha llegado el socialismo bolivariano. El asesinato del capitán de corbeta Rafael Acosta Arévalo a manos de oficiales adscritos a la Dirección General de Contrainteligencia Militar, donde se encontraba detenido y aislado desde el 21 de junio de 2019, y la brutal represión de la Policía del Táchira contra humildes familias que exigían gas doméstico en la ciudad de Táriba. En este hecho se destruyeron los ojos del joven de 16 años de edad, Rufo Chacón. La cacería de brujas contra todo aquel que salga a las calles a protestar o exprese su opinión disidente. Esto, sumado a una severa censura de prensa, radio y TV para tratar de ocultar la tragedia humana, la cual está evidenciada en la hambruna extendida en todos los rincones del país.
Todo ese drama muestra a un poder envilecido en todos los niveles y en todas sus ramas. Es terrible la deshumanización de la que hacen gala ante cada contingencia, y muy especialmente ante el caos reinante.
La camarilla roja no se inmuta por ese drama. A ellos solo les interesa el poder. Estando conscientes de que no pueden gobernar, no buscan responsablemente una alternativa que permita un relevo en la conducción de la vida nacional.
Con ocasión y sin ella, nos lo gritan a cada instante. “Ni por las buenas ni por las malas dejaremos el poder”.
Por el contrario, ante cada desafuero, ante cada crimen cometido, ante cada robo perpetrado, la preocupación es cómo ocultarlo, cómo disimularlo, cómo restarle protagonismo social y político.
Cada caso que la sociedad conoce es el testimonio, aguas abajo, de una descomposición generada por ese envilecimiento.
El drama del niño tachirense Rufo Chacón no solo es la crueldad de unos funcionarios, amparados por el clima de impunidad creado, sino la forma en que se conducen los organismos de seguridad.
La destrucción de la visión de Rufo no solo es el crimen de quienes dispararon a mansalva contra su humanidad: es el crimen de una casta política y militar que asumió la represión, la tortura y la muerte como forma de gobierno. Es la muestra de los efectos nocivos de la militarización de la vida social.
Los militares están formados para la guerra. La guerra es la confrontación en la que la muerte es la protagonista. El chavismo encarna la militarización absoluta de nuestra sociedad.
El caso de Rufo lo muestra de forma cruda, dolorosa, triste y desconcertante. Un general comanda una policía, arrebatada al poder civil, y viola sin importarle la Constitución y la ley de la materia. Un general que vio en las humildes amas de casa, en sus esposos e hijos a un ejército enemigo. Y envió a su tropa, cargada de la munición disponible: perdigones. La envió para aplastar la justa protesta de un barrio, carente desde hace tres meses de gas doméstico, combustible fundamental para preparar los alimentos de la familia.
El general no sabe de diálogo ni de mecanismos de persuasión o negociación con los ciudadanos, mucho menos comprender a aquellas mujeres angustiadas por el hambre de su familia. Claro, a ese general, como a todos los generales, no le falta el gas ni la gasolina ni los alimentos. Nada les falta. La república les pertenece.
Pero la falta de gas, que trajo consigo el vaciamiento de los ojos de Rufo, es el resultado del vaciamiento del alma de una camarilla. Es, además, el resultado de la destrucción de la economía, que otros generales han colaborado a demoler, hasta el punto de que la industria de los hidrocarburos ha terminado, también, en manos de un general. De modo que detrás de toda esta tragedia está la mano de los generales de la revolución.
Sin embargo, donde más descarnado, deshumanizado, es el desborde autoritario y militarista es en el seno de la propia familia militar. Ahí sí es verdad que se ha envilecido la autoridad y el mando. En el mundo militar todos son sospechosos. Todos tienen encima a un espía. Una sola conducta displicente genera sospecha y retaliación.
Repetir con desgano la consigna impuesta por Nicolás Maduro, “Leales siempre, traidores nunca”, es una nota incorporada al expediente de la sospecha. Como lo ha sido la no repetición de la consiga cubana, que Chávez obligó a gritar en los cuarteles: “Patria, socialismo o muerte”.
Tanto fue que interiorizaron la consigna, que mostrarse crítico al socialismo del siglo XXI es un camino seguro a la tortura y a la muerte. Fue lo que ocurrió con el asesinato perpetrado contra el marino Acosta Arévalo.
No faltan los cómplices de esa operación de militarización, cuyo rostro sangrante mana de los ojos de Rufo. Ahí entran jueces, fiscales y politiqueros que toman los medios, del aparato de propaganda oficial, para justificar estos crímenes.
Ese papel triste ha terminado por encabezarlo, el otrora, en sus tiempos de líder joven, defensor de los derechos humanos, el llamado poeta de la revolución, Tarek William Saab.
Su papel de celestino de las torturas y muertes, comandadas por los generales, pesará en su conciencia para siempre. Fernando Albán, Oscar Pérez y Rafael Acosta Arévalo marcan de manera definitiva su conducta encubridora.
La imputación a los oficiales, presuntamente responsables directos del crimen contra la humanidad del marino, es más que evidencia de esa conducta, de ese envilecimiento al que llegan los seres humanos, deshumanizados y enceguecidos por el poder.
Homicidio preterintencional y con causal, los tipos penales con los que la Fiscalía de Tarek ha imputado a los chivos expiatorios de esa política criminal, es la forma más rápida y sencilla, para sacar del apuro a un asesino, que ha actuado con premeditación y alevosía (sin que dejemos pasar el hecho de no entrar a investigar y evaluar la conducta de los superiores).
El mismo papel cumplen personajes investidos con el pomposo título de constituyentes y legisladores, a los que he oído, en estos días de dolor, balbucear palabras, para tratar de esconder la responsabilidad de toda la cúpula política y militar ante este envilecimiento.
Las responsabilidades penales llegan hasta los más altos niveles de la cadena de mando. Ahí se están impartiendo las órdenes de la represión, la tortura y la muerte. La responsabilidad política es de toda la camarilla.
No nos llamemos a engaños: los responsables principales de esta tragedia son Maduro y Diosdado Cabello, las dos cabezas de este régimen criminal.
Ellos deberán responder ante la justicia por esta orgía de sangre en que han convertido a nuestra Venezuela.
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