Desde un lugar que llaman la Casa Grande, una marca venezolana camina —vuela, cruza ríos y mares— por América Latina. Por un buen trozo de esta región vulnerable, de Panamá a Chile, miles y miles de kilómetros. La Casa Grande la habitan tipos duros, también algunas mujeres, que se han tomado en serio eso del emprendimiento haciendo uso de una ventaja comparativa: un territorio sin ley y sin controles. La Casa Grande es el Centro Penitenciario de Aragua, que está ubicado en la población de Tocorón, a poco más de un centenar de kilómetros de Caracas. La fortaleza del Tren de Aragua: una organización criminal que clona el viejo, eficiente y cruel estilo mafioso.

Desde ese presidio de Tocorón, como se le conoce de forma pública, donde se supondría que «los privados de libertad» estarían a buen recaudo, oportunamente sentenciados y cumpliendo su pena bajo la supervisión de funcionarios del Ministerio de Servicio Penitenciario y la vigilancia externa de la Guardia Nacional Bolivariana, el Tren de Aragua despacha órdenes, de todo tipo, y mercancías, de gama muy diversa, por el país y mucho más allá de sus fronteras. No en balde, es referido como victimario, casi nunca como víctima, en los noticieros de Chile y Perú, también de Colombia. Lo menciona el presidente  chileno Gabriel Boric, la alcaldesa bogotana Claudia López, entre otros.

El Tren de Aragua es sinónimo de negocios ilegales a gran escala. El Tren de Aragua es control de territorios —minas de oro en el kilómetro 88 del estado Bolívar, las playas de pueblos del estado Sucre con vía libre a Trinidad y el Caribe, las trochas fronterizas con Colombia, de este país con Ecuador y así—. El Tren de Aragua es terror y sangre. Ante la total ausencia del Estado organiza, incluso, actividades sociales para niños y sus familias, lo que patentó a fines del siglo pasado Pablo Escobar, el capo de los capos.

La periodista venezolana Ronna Rísquez, acuciosa investigadora, le ha seguido los pasos al Tren de Aragua y sus líderes, su fábrica de pranes de mayor o menor jerarquía en la Casa Grande y otros presidios, y ha vertido la laboriosa pesquisa en el libro El Tren de Aragua: la banda que revolucionó el crimen organizado en América Latina, publicado por Editorial Dahbar en febrero de este año. Antes de la aparición del texto, Rísquez fue amenazada, lo que ya está en conocimiento formal de la Fiscalía General de la Corte Penal Internacional. «Si se buscaba con el terror impedir la publicación de este libro, no sirvió de mucho», se lee en el prólogo escrito por el editor Sergio Dahbar.

Rísquez no habla solo de oídas –aunque escucha a sus fuentes, que son muchas—, vio la Casa Grande por dentro, sabe cómo se organizan, radiografió la veintena de actividades delictivas a las que se dedican y deja preguntas en el aire sobre cuáles son los poderes, o los poderosos, que sacan beneficio del lucrativo desempeño del Tren de Aragua.

Drogas, prostitución, trata de personas, minería ilegal, sicariato, blanqueo de capitales, tráfico de armas: el Tren de Aragua no le saca el cuerpo a nada. Incluso lo pone en las cantidades que se necesiten para contener protestas sociales y políticas, como ya ocurrió en el país en años recientes y con saldo terrible. Un ejército de mercenarios con alto poder de fuego. ¿Se propondrá esta megabanda global el asalto del Estado o se conformará con sustituirlo donde ya no hay rastro institucional?


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