Es seguro que caricia proviene del italiano «carezze» derivado de «caro» que significa amado. Es la bella y suave manifestación de afecto que se desprende del amoroso roce de la mano como una pluma de ave en vuelo, un roce apenas desplazándose sobre el rostro o sobre el cuerpo sin que a veces no se pronuncie palabra alguna cuando navega en el silencio un iluminado resplandor que sustituye a las palabras de amor.
Acariciamos al ser que amamos, al hijo niño pero también al que nos mira mientras crece y comienza a entretenerse en juegos distintos que le va descubriendo y asomando la vida que ha elegido vivir. Sentimos placer cuando acariciamos a nuestra mascota, su pelo terso de ave, gato o perro y nos conmueve la amorosa luz de sus miradas, el tibio calor de sus cuerpos porque es su sangre la que se expresa en el lenguaje de sus trinos, maullidos o estridentes ladridos.Y de la misma manera nos abrazamos al árbol y palpamos la rugosidad de su tronco y sentimos vibrar la vida que corre por él.
Mi hermano Pablo fue destacado traumatólogo ocupado en salvar largos huesos enfermos, pero un día decidió dedicar todos sus esfuerzos al conocimiento y salvedad de la mano y cuando le pregunté por qué había achicado tanto su espacio profesional para dedicarse a la mano, me miró y pronunció apena tres exaltadas palabras: ¡Es un universo!
Hay huesos, nervios y músculos en ella, un pulgar que nos hace humanos, una fuerza que nos permite realizar movimientos y destrezas; palpar y reconocer formas y dobleces; nos expresa, nos permite golpear con brutal y acerada dureza pero también nos invita a rozar tu cuerpo con suave y tierno ardor. Es la mano del amor la que me acaricia pero es también la que podría quitarme la vida convertida en una roce mortal.
El viento hace temblar la hojas del árbol y las veo caer ondulantes, retorciéndose en su caída y se complace también en desplazar las nubes que se alejan hacia el oeste y el aire, al acariciar mi rostro, alborota el pelo y la falda de la mujer junto a mí. Es salado cuando viene del mar y obliga a sus aguas a morir una y otra vez en la arena de las playas. Y cuando es fuerte y violento como el odio o la venganza se estrella con ferocidad contra las rocas del malecón.
Son caricias que desconoce el país venezolano porque jamás ha sentido en su cuerpo la tersura de los afectos. Los venezolanos que mantienen sitiales de heroicidad porque forjaron la independencia dentro y fuera de las fronteras. Es cierto que Bolívar y los héroes que lo secundaron acariciaron al país, pero a su manera: sembrando con la guerra desastres, pobreza e infortunios. Durante el siglo XIX ningún mandatario supo acariciar verdaderamente al país, eran militares y a veces abogados que prefirieron vestirse de caudillos y de corretear en montoneras y atropelladas invasiones odiándose mutuamente en absurdas balaceras y Juan Vicente Gómez enguantó su manos para acariciar el ensimismamiento que mantuvo durante el excesivo tiempo que duró su tiranía y antes que él, Antonio Guzmán Blanco en París, prefirió acariciarse a sí mismo y regocijarse en la inmensa fortuna que amasó mientras dirigía su interesada y astuta mirada de Saludante y Manganzón en tierra venezolana.
Creo que lo que realmente necesita el país que me vio nacer es que alguien desde el poder político o económico tienda la mano y lo acaricie, le susurre palabras de aliento y de amor en lugar de maltratarlo y humillarlo hasta llegar, incluso, a la tortura física y mental como ha sido el sostenido y permanente paso de nuestros caudillos civiles y militares.
Otra cosa muy distinta estuvo ocurriendo con la histórica y mundialmente aclamada inteligencia y abnegación de María Corina Machado. Con ella hubo amor al país y hacia nosotros. Es más, para que el afecto y la generosidad cubran al país se requiere que en los cuarteles disminuya la aspereza de las órdenes y corra por sus cerrados y desconocidos espacios la generosidad y el afecto que le debemos a la luminosa y útil vida civil.
El amor nunca ha hecho nido en Miraflores tampoco se le ha visto acariciar al país a menos que lo haya hecho obligado o impulsado por alguna ocasional maniobra popuista que favorezca su mezquina idea de lo que supone que debe ser el afecto.
Sé que no debo generalizar, porque reconozco que en algunos momentos de mi vida he sentido el roce de una venturosa generosidad pero no dejo de sorprenderme cuando en Habla el General, el libro sobre Marcos Pérez Jiménez que me prestó Alfredo Schael y escribió en 1983 Agustín Blanco Muñoz el dictador, cínico y de preponderante ego, se refiere a la letra del Himno Nacional y dice que, lamentablemente, se idealiza al pobre que en su choza pide libertad y se pregunta con razón ¿qué puede hacer con la libertad ese venezolano de vida miserable? Y yo agrego: un venezolano que ignora lo que significaría para él aunque solo sea una leve caricia. Aunque, si a ver vamos, es posible que se sienta más libre que los que debemos pagar altos, inventados y abusivos impuestos municipales, costosos alimentos, alquiler, condominio, una luz que se transforma en apagón y un agua podrida siempre racionada.
Desde la muerte del general Gómez, aún insepulto, andamos dando palos de ciego tratando no solo de encontrar a Democracia sino de descubrir sus verdaderos atributos. ¡Todavía no sabemos de qué clase de naturaleza esta compuesta! Creemos estar avanzando pero seguimos aplastados por la delincuencia política, seguimos siendo el pobre que en su choza se la pasa pidiendo libertad. Yo, al menos y hasta la edad de doce o trece años cantaba patrióticamente: «¡La pobre lechosa libertad pidió!» creyendo, ¿por qué no? que fuese una lechosa la que estuviera pidiendo que también la liberaran de algún mal trance.
Encontraremos a esa apetecible chica llamada Democracia solo cuando dejemos de estar zarandeados por civiles ansiosos y militares obtusos; cuando dejemos de ser habitantes y nos hayamos convertido en ciudadanos capaces de acariciar al país y de sacar al pobre de su miserable choza porque al eliminarle el rancho y ofrecerle abrigo, trabajo y seguridad encontrará la libertad que tanto pide o reclama.