La agricultura fue la base de todas las civilizaciones hasta la llegada del capitalismo moderno. Francis Bacon, figura destacada entre los filósofos que se ocuparon de la Primera Revolución Industrial, escribió que partir de ella se gestó en Inglaterra la «ideología de la dominación de la naturaleza», entendida como “soporte de un modo de producción”. Como veremos en las próximas líneas, de aquellos polvos nos vienen estos lodos que ahora nos agobian.
Parece que se prenden las alarmas
Hace alrededor de medio siglo, expertos de distintas partes agrupados en el denominado Club de Roma publicaron un libro, Los límites del crecimiento, que mostraba la peligrosa (y hasta neurótica) relación que guarda el proceso productivo con la degradación de la naturaleza, señalando que si el incremento de la población mundial, la industrialización, la contaminación, la producción de alimentos y la explotación de los recursos naturales se mantenía de acuerdo con la tendencia que venía mostrando en los últimos tiempos, el Planeta Azul se haría inviable en alrededor de 100 años (ojo: ya pasaron cincuenta). Pero tal diagnóstico no parece haber generado el temor suficiente como para que se asumieran medidas efectivas, de manera, pues, que el PIB continuó engordando a sus anchas, particularmente en algunos países.
En la misma dirección, bastante después de esta alerta inicial, desde el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC), fundado en el año 2001, se describió el empeoramiento de los diversos problemas ambientales que confrontaba el mundo. Huelga señalar que su mensaje tampoco alcanzó para a presionar la adopción de las políticas requeridas. En suma, el peligro no se veía tan peligroso, como si se tratara apenas de algunas hipótesis, de amenazas muy lejanas o de algunas apreciaciones equivocadas de los propios científicos.
En su más reciente comunicación, el citado Club de Roma fortalece sus evidencias y hace más explícitos los costos implica dejar que las cosas sigan como van. Por otra parte, el secretario general de la ONU declaró que en su último estudio, el IPCC muestra que no hay duda de que se nos acorta el tiempo de manera dramática.
Es extenso el inventario de pruebas que expone su reporte. Incendios incontrolados, inesperadas inundaciones, olas de calor, sequías de duración cada vez mayor, pérdida de la biodiversidad, factores a los que se suma un amplio etcétera, cuyo origen es el ser humano, por su manera de relacionarse con la naturaleza. Guterres se refirió a este informe como un Código Rojo, subrayando que se trata de un problema que es responsabilidad de todos, lo que supone, creo, mejorar sustancialmente la institucionalidad encargada de la gobernanza mundial y, además la necesidad de que los terrícolas se perciban como integrantes de una misma especie,
La transición energética
En el marco anterior y en sintonía con los postulados fundamentales del Acuerdo de París suscrito en 2015 y al cual se han adherido más de 180 países, se estimulan las iniciativas que han venido dándose en el marco de la “transición energética”, mediante impulso a la generación de las energías limpias (agua, sol, viento, biomasa), con mucho menos repercusión sobre el ambiente que las energías fósiles (petróleo, carbón, gas), cuyo impacto es enorme. De paso, vale la pena destacar que la Agencia Internacional de la Energía ha propuesto recientemente no autorizar nuevos proyectos de explotación de yacimientos de petróleo y gas natural, ni tampoco nuevas minas de carbón.
No se trata, por lo tanto, de averiguar cuántos barriles guarda la tierra en sus entrañas para seguir alimentando la expansión desmedida del aparato productivo. El tema es, por el contrario, su abundancia con respecto a la capacidad de digerirlo sin comprometer la sobrevivencia humana. Tenía razón, así pues, el jeque Yamani, quien fue ministro de Energía de Arabia Saudita, cuando hace mucho tiempo sostuvo que “la Edad de Piedra no se acabó por falta de piedras, así como la del petróleo no acabará por falta de petróleo”.
La transición energética va de la mano con la modificación de las premisas que vertebran el modelo de desarrollo que nos ha traído hasta aquí e igualmente con la necesidad de entender que al PIB hay que ponerlo a dieta, acompañándolo de termómetros que calibren otros aspectos del desarrollo. En el mismo sentido, pero desde una visón un poco más amplia, hay que echar mano de una ciencia interdisciplinaria que contribuya a crear nuevos vínculos entre la vida humana y el medio ambiente, en un contexto globalizado en el que nada nos resulta lejano ni ajeno
Venezuela envuelta en una ¿paradoja?
A pesar de que, obviamente, nos incumbe de manera significativa, el cambio climático apenas figura en un rinconcito de la agenda política nacional, copada casi por completo por la crisis que nos rodea y ocultada por los problemas que resultan más inmediatos.
Ciertamente Venezuela encara un complicado escenario. El país lleva un largo tiempo jugándose su destino en el petróleo, atento a los vaivenes del mercado, rogándole al cielo que no se hundan los precios. Es esta, desde luego, una apreciación demasiado general que pasa por alto los no pocos e importantes resultados obtenidos en la diversificación de nuestra estructura económica, aunque no fueran suficientes para sacar al país del rentismo, o sea, su zona de confort
Demás está decir que en este momento el país se encuentra ante un escenario especial, trazado por su condición de productor y exportador de combustibles fósiles. Como sostienen varios especialistas, la cuestión es si el tiempo alcanzará (lo estiman entre 10 y 20 años) para recuperar la industria petrolera –hoy en día muy venida a menos–, antes de que termine el uso de combustibles fósiles. Simultáneamente tendrá que surfear durante la transición energética y comenzar a construir una sociedad con un menú más amplio y variado en lo que respecta a sus capacidades productivas, todo ello montado sobre un escenario perfilado por acelerados y radicales cambios tecnológicos.
En fin, hay que usar los recursos petroleros de manera tal que el futuro del país sea posible sin ellos. Parece paradoja, pero no es.