OPINIÓN

El pintor más brutal, el mes más cruel

por Fernando Beltrán Fernando Beltrán

NIETO

Campeaba ya en el calendario la casilla 18 del mes más cruel, según escribió su amado poeta Eliot, cuando el pintor más perturbador del siglo XX emprendió su último viaje a Madrid. Su último viaje también. Y Francis Bacon lo sabía. Como lo supo aquella mañana uno de sus vecinos londinense. Porque se ha hablado mucho de su estancia en nuestra ciudad, ese morir solo en la clínica Ruber, diez días después de aquel 18 de abril de 1992, pero muy poco de lo que ocurrió esa misma mañana en Londres, contado alguna vez sin embargo por aquel conocido a quien el día anterior había pedido el favor de que le acercara en su coche al aeropuerto.

Gran sorpresa, porque ni la mala salud del artista, a sus 82 años, ni su evidente deterioro físico los últimos días, hacía prever un viaje inminente. Tampoco era normal la hora fijada, las siete de la mañana, tan inusual para un noctámbulo impenitente, un ave rapaz de bar en bar, un ‘early bird’ en todo caso dada su adicción a regresar a su taller al alba, asolado por mil náuseas, pero absolutamente inspirado bajo la coartada de que el mayor efecto de la resaca es la sensibilidad extrema ante la luz, y ese combate a muerte con el fulgor de sus cuadros era lo que más le interesaba. Un artista genial, un pájaro de cuenta que programaba sus frecuentes migraciones al exterior en horario mucho más relajado, domado ya el vértigo del alcohol, entrado ya el día en sus luces más ordenadas.

Y así ocurriría finalmente aquel día, porque al llegar a su casa el pintor invitó a su vecino a acompañarle al garaje que utilizaba como almacén. Un lugar donde acumulaba cientos de dibujos, entre los que comenzó a recolectar uno tras otro hasta indicar a su amigo que los incorporara al maletero del coche. Una foto para la historia, aunque no exista, la de ese capó levantado y el bodegón allá abajo con decenas de dibujos desparramados a un costado de la pequeña maleta que días más tarde iría a parar a la sede en Madrid de la galería Marlborough, formando parte ya de lo que la autoridad competente llama en estas situaciones la «entrega a quien corresponda de las pertenencias del finado».

Pero eso vendría semana y media después, porque Francis Bacon sería ya carne en trance aquella mañana, pero carne también más sensible que nunca, más consciente de lo que había pregonado siempre desde su pintura. Sus pinceles batallando sobre la tela como si fueran ángeles del cadmio y la belleza del color, pero heraldos al tiempo de la convulsión ante nuestro porvenir, la vida misma, la enfermedad, la devastación, la violencia que nos rodea…

«Me echan a mí la culpa, pero el horror somos todos…».

La brutalidad de los hechos, decía citando a Esquilo, el más lúcido entre los trágicos griegos, el que vencía en todas las contiendas de poetas cuyo premio eran cuarenta ánforas del mejor aceite de oliva con que ungir el cuerpo. Siempre el cuerpo o la añoranza de un cuerpo al final de un poema… Siempre el cuerpo, el desgarro del cuerpo, la soledad del cuerpo, el deseo del cuerpo, la urgencia del cuerpo al final de un cuadro de Francis Bacon.

«Mis cuadros son de carne, porque somos carne. Y nos atragantamos de carne. Y gozamos de carne. Y nos duelen las carnes. Y hasta nuestro corazón es carne».

Ese «destino fatal de la condición humana» del que hablaba André Malraux, y al que sólo podemos acallar, nunca vencer, apartándolo a un lado, jugándonos la piel de nuevo en el único tapete que nos queda. Algo así como firmar un alto el fuego lanzándonos otra vez a la hoguera, con una cerilla en cada mano.

«Carpe diem. Carpe noctem. Carpe flamen…»

Sea quimera, sea orgasmo, sea arte, sea Bacon luchando en su taller, erre que erre, por resentir, restañar o reconciliarse al fin con la herida que todo creador lleva dentro, como apunta Paul Auster, como dejó escrito nuestro pintor…

«Mis botes de pintura, mis guantes de boxeo, un puñetazo, un ‘punch’ salvaje golpeando con rabia sobre ese saco del oficio de artista, siempre oscilando…»

Como oscilaba preocupado el pensamiento de aquel vecino sentado ya al volante, hasta que su desconcertante amigo le informó que tenían tiempo de sobra porque su avión hacia Madrid salía bien entrada la mañana, con las luces del día ya ordenadas. Y listas para que él volviera a desordenarlas. Porque Bacon había decidido, antes de emprender vuelo, despegar él mismo una vez más, desplegar sus alas con más de ochenta y dos años de vuelo, treinta mil noches de caída en picado, desandando paso a paso todo lo andado…

Recorrer con calma, eso dijo, los lugares de su vida, y eran muchos; todos los que pudo acumular el gran vividor, el voraz saqueador de sensaciones, el radical descreído que sin embargo se definía a sí mismo como un nihilista optimista. Y hasta me lo imagino soplando su flequillo, con cara de niño malo, cuando decía eso que en el fondo era verdad. Tan cierto como el semblante del amigo cuando intuyó tristísimo que Bacon lo que estaba haciendo era despedirse.

Dos horas recorriendo Soho, South kensington, Chelsea, añorando, arañando, comprando ante ese último monopoly de su vida, con cheques de infinita melancolía, cada una de las calles y fechas más grapadas a su hígado, sus uñas, sus juergas, sus amantes. La cara y la cruz de esa moneda llamada vivir al límite, de la que supo sacar también el mayor rendimiento hasta convertirse en uno de los pintores más cotizados del siglo XX.

Imagino por ello el terror del conductor cuando Bacon le pidió que le acercara como final del circuito al vertedero público, junto al puente de Chelsea, al que habían acudido tantas veces para quemar la obra desechada por el pintor. O por el semblante de sus parejas, cuando al enseñarles Bacon sus retratos, sólo acertaban a exclamar «¿me ves así?», y al ver su espanto decidía destruirlos. El insensible más sensible de todos. El que ordenó al fin seguir la marcha, tras quedarse mirando largo rato hacia aquella pira en la que había desaparecido una parte importante de su obra. Verlo para creerlo. Como minutos después, en el aeropuerto de Heathrow, cuando tras despedirse y agradecer el transporte, cogió su maleta y, señalando a los dibujos, le dijo a su amigo que todos ellos quedaban para siempre a su cuidado…, mientras al fondo anunciaban ya la salida de su vuelo.

Destino Madrid. Destino Morir. Destino Leyenda.

Publicado originalmente en el diario ABC de España