Con el respaldo de la casi totalidad de la Asamblea Nacional Popular China, Li Qiang, segundo de a bordo del Partido Comunista desde octubre pasado, se acaba de alzar como nuevo primer ministro del gobierno de Xi Jinping. Quien ocupa este cargo en China preside el Consejo de Estado y sobre sus hombros recae la responsabilidad de la política macroeconómica de la nación.
Sin otro mérito que exhibir que su cercanía histórica con el omnipotente Xi, y sin grandes ejecutorias en su hoja de vida dentro del aparato del Estado comunista aparte de su actuación protagónica en la caótica política de confinamiento de la ciudad de Shanghai durante la pandemia, a este hombre se le conoce como cercano a los medios empresariales del país y se anticipa que su nueva trayectoria tendrá que circunscribirse al rescate económico de China en un momento en que su desempeño mundial se encuentra muy comprometido.
La desaceleración experimentada en los últimos tres años pone a este hombre frente a retos de gran envergadura, entre los cuales las equivocaciones no son una opción si China desea seguirle apostando a un liderazgo sostenido dentro de la escena internacional y, sobre todo, si es preciso consolidar, al interior del país, la integración de enormes masas humanas a la prosperidad y disminuir la brecha de riqueza entre los ciudadanos. Esto está resultando indispensable para garantizar paz social.
Hay dos maneras de ver a China: como una potencia global de gran talla o como un país del Tercer Mundo. Ambas percepciones son justas, porque sus indicadores económicos y sociales permiten clasificarlo como tales. Las cifras macro del país –un producto interno bruto de 14,7 trillones de dólares, 3 veces las de Japón y 5 veces las de Gran Bretaña– son ciertamente descomunales. Muchos dentro de su geografía alcanzan los niveles de bienestar que son corrientes entre las clases más favorecidas de Estados Unidos, pero una inmensa masa de millones de ciudadanos se desempeña por debajo de los parámetros de los pobres de Guyana o de Guinea Ecuatorial.
Para este año 2023 ya el gobierno se trazó la meta de expandir la economía en 5%, lo que resulta ser el objetivo de crecimiento más débil de las últimas décadas. Pero más notorio que esto es la tendencia ya entronizada por Xi, y que le valió un distanciamiento de su anterior primer ministro, el economista Li Keqiang, de ejercer un control cada vez mayor sobre los hechos económicos por parte del partido y por parte del gobierno de Pekín. La confianza de los inversionistas ha sido severamente impactada por este golpe de timón.
No es posible imaginar que Li podría actuar como contrapeso de la garra que el presidente está determinado a ejercer sobre los hechos económicos tanto internos como externos. La reacción del hombre de la calle es, a esta fecha, manipulable aun por el uso de la fuerza, pero no así los tercos hechos internacionales como la batalla tecnológica que Estados Unidos está decidida a ganar y el “nearshoring” global que impacta la producción industrial y el comercio.
Soplan vientos huracanados sobre China en el momento en que a este hombre se le pone entre las manos la dura responsabilidad de encaminar a la economía.