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El perro del Quijote

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El galgo es un perro esbelto, como un lebrel, de pelo corto, elegante y cariñoso.

Al comienzo de El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, nos enteramos de la condición de un personaje llamado Quisada o Quijana dueño de una lanza y un escudo de cuero que convive con una ama de cuarenta años y una sobrina muy joven. También nos enteramos que come salpicón, es decir, trocitos de tocino, carne de vaca, sal, vinagre, cebolla picada y, a veces, huevos duros con tiras fritas de tocino; para decirlo en pocas palabras: comida de gente pobre. Vive una vida ociosa, la mayor parte del tiempo leyendo libros de caballería pero también tiene un rocín flaco y un galgo corredor.

Cuando se le seca el cerebro y decide convertirse en un nuevo Amadís de Gaula y sale al mundo sobre el rocín, dispuesto a agobiarse creyendo vencer las contingencias de sus célebres aventuras, el galgo ¡no aparece! El personaje hace las salidas que le asigna Cervantes siempre montado sobre Rocinante y en lugar del perro fiel y cariñoso que nunca se aparta de su amo, lo acompaña Sancho, un mozo de labranza que actuará como su escudero.

¡El perro no vuelve a aparecer! Se cierra el libro, Don Quijote vuelve a casa a morir como triste anciano lamentablemente lúcido y el galgo sigue sin aparecer. !No se le volverá a mencionar nunca mas! Después supe que en el mundo hay gente que merece ser considerada como perro callejero y doy por sentado que algunos muy vanidosos pretenden ser aquel desaparecido galgo corredor.

Es de suponer que caballeros andantes como Amadís o legendarias figuras como Ruy Cid el Campeador o el mítico Rey Arturo no gustaban mostrarse con sus perros si acaso los tenían; más bien se hicieron famosos sus caballos: Babieca, por ejemplo, y sus espadas: Excalibur, la espada de Arturo; Durandal, la de Roldán cuya hoja azul con bordes de oro permaneció siglos incrustada en una roca en el precipicio francés de Rocamadour.

Y uno se pregunta: ¿Qué se hizo el galgo corredor? ¿Qué le ocurrió a Cervantes y al manchego comedor de huevos duros que se olvidaron del perro y prefirieron un rocín, es decir, un caballo flaco y en estado deplorable y una bacía de barbero como casco. ¡La perfecta ridiculez, el perfecto y loco disparate para disimular la sabia y portentosa aventura de vivir!

Personalmente, no soy muy amigo de los perros y solo acariciaría a los que no mantienen la lengua afuera y evitaría a los mantequilleros que arrastran feas costumbres, pero confieso que no deja de preocuparme el destino de aquel galgo corredor que no llegó a participar de las desatinadas pero profundas lecciones de vida que palpitan en las andanzas quijotescas. Quiero decir que he tenido más suerte que el perro de Quisada o Quijana porque he logrado vivir la aventura de Don Quijote, conocer no a Aldonza Lorenzo sino a la propia Dulcinea del Toboso, comer desvergonzadamente y emborracharme en la boda de Camacho, hacerme amigo del loco caballero y de su no menos trastornado escudero y entender y aceptar lo mucho que hay que aprender de la alta sabiduría del caballero y de la inteligencia popular del escudero como savia que circula por los árboles plantados en las cercanías de mi casa y entender también que no debo ser tan cuerdo y aprender a hundirme voluntariamente, o no, en los manglares de los delirios y enfrentarme a los molinos de viento, es decir, a los obstáculos que cierran el camino hacia mi horizonte.

La vez que sufrí un leve accidente cerebrovascular fui atendido por un médico chileno experto y profesional. Después de examinarme con minuciosa atención me dijo, palabras mas palabras menos, mirándome a los ojos y con segura voz: «¡Doctor Izaguirre, lo que usted sufrió no tiene ninguna consecuencia intelectual!», o algo así. Le respondí con el mismo tono: «¡Doctor, mi única angustia era quedar cuerdo!».

Mi empeño no era saber el paradero ni conocer por dónde andaba el perro de aquel hidalgo que en algún lugar de La Mancha, de tanto leer libros de caballería y de comer salpicón varias veces a la semana sufrió el tueste que lo convirtió en quien siempre tuvo que haber sido. Lo que quería era averiguar quién era yo y dónde me encontraba; quería saber si en verdad deseaba acompañar al hidalgo que creía ser un caballero medieval; y de tanto empeñarme terminé descubriendo que soy o creo ser escritor y por eso decidí acompañar a Don Quijote porque descubrí también que hay música detrás de las palabras, una música inaudible que solo el disparatado manchego y yo podíamos apreciar porque es la música que él escuchaba cuando atacaba odres de vino, títeres y todo lo que creía que ofendía a la justicia, al honor y a la dignidad humana, salvo cuando topó con los actores de la legua que como no tenían nada que representar, representaban más edad de la que tenían y los saludó con afecto «porque de mochacho, dijo, fui aficionado a la carátula y en mi mocedad se me iban los ojos tras la farándula».

Es el personaje con la azotea estropeada, ilusorio, que siempre ha estado a mi lado, cuidándome y animándome a seguir viviendo y a leer libros que han hecho de mí un nuevo caballero que contra la amarga realidad que me aturde y agobia libra batallas tan inútiles como el canto de un ruiseñor, pero que enfrenta sin flaquear, armado solo con las armas de mi espíritu, sin sentir desánimo alguno, pero contando siempre con mi sombra convertida en Sancho, el fiel escudero que surge de la tierra por donde camino y endereza mis torcidos pasos.

 

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