El periodismo de izquierdas presume sin pudor de serlo, aunque eso equivalga a un árbitro declarándose madridista o atlético antes de un derbi. Pero la etiqueta «progresista», un cántico con escaso contenido y nula aplicación práctica, es como una especie de pasaporte al bien por el que merece la pena inmolar incluso la independencia del oficio y el decoro escénico que reclama.
Es como si, por sentirse progresista, los hechos dejaran de importar y una especie de sortilegio operara el milagro de invalidarlos frente a esas grandes ideas y esos sobresalientes valores, inalcanzables para todo aquel que no profese esa suerte de religión tribal.
Debe ser curioso sentir que caminas dos palmos más arriba del suelo, impulsado por una fuerza natural invencible e infalible que sitúa al hombre en el lado correcto, incluso aunque allí se encuentren los mayores horrores demostrables: en ese caso, que para ellos es infrecuente, opera el segundo milagro de la ceremonia, consistente en trasladar la culpa propia a una presunta trinchera ajena, culpable por definición aunque la carga de la prueba deseche la acusación.
Ahora este periodismo, que encuentra su reflejo en tantos iconos de la cultura igual de convencidos de su superioridad moral, se ha atrincherado en la defensa indefendible de causas tan perdidas como la de Teresa Ribera en la DANA o la de Pedro Sánchez en general.
Sostienen, con ese tono solemne que engaña como la bisutería, que el Ministerio de Transformación Social Competitiva, o algo así, nada tiene que ver con la hecatombe que teóricamente justifica su existencia. Y que, lejos de merecer castigo su titular, la bailarina de mítines y profeta del cambio climático, se ha ganado a pulso un ascenso en Europa.
Con la misma soltura consideran también que la comida de Mazón, que se ha ganado a pulso estar más quemado que el palo de un churrero y tiene el mismo futuro que el último pastel en el cumpleaños de Falete, es un escándalo sideral, no como el papeo parisino de Teresa Ribera del Júcar cuando todo se inundaba y el ágape nocturno de Romeo y Julieta en la India mientras el Ejército, la Policía Nacional y la Guardia Civil esperaban órdenes que sólo él, Pedro Sánchez, podía darles.
En este trabajo hay pocas reglas, pero un par de ellas son básicas: ninguna opinión es presentable si prescinde de los hechos y las creencias ideológicas o los sentimientos personales no justifican abonarse a la mentira, defenderla con ahínco y negarse a la simple curiosidad, en esto obligatoria, de intentar saber la verdad.
Lo cierto es que, desde Felipe González, hemos visto, leído y oído en medios de comunicación y periodistas adscritos a posiciones conservadoras o liberales críticas contundentes, y revelaciones de primer orden, contra partidos y dirigentes teóricamente de su cuerda: desde los GAL hasta los papeles de Bárcenas, incluso el Rey Juan Carlos o las andanzas de Rato, tuvieron en ellos un dignísimo representante de la máxima de que la prensa ha de estar frente al poder.
Pero no recordamos un solo caso en el que en la otra orilla se hayan sacrificado sus propios principios en el altar de la verdad: siempre hay una excusa para proteger, disculpar o tapar los excesos perpetrados por los suyos, en una actitud que separa esa actividad de su espacio natural, las redacciones, para acercarla a otro aparentemente ajeno, las casas de lenocinio.
Por ser más gráficos, uno de los grandes problemas de España es este periodismo de trinchera que, cuando ve a Pedro Sánchez atropellando a una madre con un carrito en un paso de cebra, siempre dice que la señora cruzaba como una loca. Sin esa guardia pretoriana, nada desinteresada, el marido de Begoña solo sería un triste vendedor de crecepelos y acabaría en el pilón del pueblo por golfo.
Artículo publicado en el diario El Debate de España
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