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El peor vecino del mundo de Mark Foster, el dolor y el miedo

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El peor vecino del mundo de Mark Foster es un argumento que reflexiona sobre el duelo y la soledad desde cierto humor burlón. No obstante, la premisa resulta artificial y edulcorada, a pesar de la brillante actuación de Tom Hanks, lejos de su registro habitual de hombre amable.

En El peor vecino del mundo, Otto (Tom Hanks) quiere que lo dejen en paz. Tanto, como para permanecer recluido y aislado durante el primer tramo de la película. De hecho, el guion de David Magee deja en claro algo muy concreto, casi de inmediato. Otto está enfurecido contra todos los que le rodean y en especial, sus odiosos vecinos. Con razones — o quizás, con algunas realmente válidas— el personaje lidia con lo que hay más allá de la puerta de su hogar con hostilidad.

Desde una larga colección de críticas corrosivas sobre el estilo de vida de su barrio hasta el comportamiento de la especie humana, en general. Para Otto, el día a día es una colección de sinsabores, que expresa con un mordaz y cínico sentido de la burla que resulta hilarante. No obstante, el guion de Magee abandona con rapidez la malhumorada visión de Otto, para ir a lugares más comunes. Poco a poco, una serie de flashbacks no demasiado logrados dejan claro que décadas atrás Otto era un hombre agradable.

Al menos, uno con curiosidad por la vida y dispuesto a dar una oportunidad al comportamiento desordenado y ridículo. La premisa, claro, termina por profundizar en el dolor. Otto está herido por una viudez reciente, abandonado por la esperanza y convencido de que los años venideros carecen de alicientes.

Resulta asombroso cómo Tom Hanks logra convertir a este personaje tópico en una inteligente concepción sobre la frustración y el sufrimiento. Hacerlo sin permitir que la sensiblería, que el argumento roza con preocupante frecuencia, sea lo más destacable en su actuación. Otto está lleno de ira, también de dolor. Pero entre ambas cosas, también, de una profunda desazón por no comprender cuál es el siguiente paso, una vez que su vida perdió sentido.

Érase una vez un hombre triste 

El sentido, es, por supuesto, el amor. Sonya (Rachel Keller), cuya muerte dejó a Otto en medio de la sensación insular de encontrarse excluido del mundo, es un recuerdo. Pero también es la piedra central que permite comprender cómo el comportamiento del personaje es en realidad una serie de pequeñas dimensiones acerca de la angustia.

Resulta interesante que a diferencia de la versión sueca de la película — A Man Called Ove de Hannes Holm — el tema del duelo no es un motivo. En realidad es uno de los tantos elementos que permiten comprender a Otto, su rechazo a la bondad. Incluso, su renuncia a creer que la vida pueda brindar algo más de los largos días interminables que atraviesa en silencio.

Este solitario, que lo fue desde la juventud, asumió que su versión sobre la bondad y lo emocional, dependían de Sonya. Una precisión que el filme maneja a través de la imagen del pasado intencionalmente edulcorada. El Otto de treinta o cuarenta años atrás — interpretado en una acertada decisión por Truman Hanks — tenía tantas pocas dotes sociales como el actual. Solo que su necesidad de expresar sentimientos profundos le hizo reconstruir su punto de vista acerca del mundo y la sociedad. “Siempre sospeché que la humanidad era idiota, confirmarlo es doloroso”, se queja el Otto anciano.

Hanks tiene la suficiente habilidad para brindar a su personaje capas cuidadosas de interrogantes sobre por qué actúa como actúa. También, la forma en que el amor, que le permitió ser más abierto, ahora le hace cerrarse en un círculo de antipatía. Incluso, a pesar de que poco a poco esa tribu humana que le rodea — y que tanto rechaza — comienza a ser su punto para enlazar una posibilidad de recomenzar. “¿Puedo ser de nuevo un hombre cualquiera?”, se pregunta con cierta premura. Otto se encuentra desconcertado por la ruptura de todo lo que consideraba imprescindible. Por los cambios que acaecen y desestructuran cada elemento de su personalidad.

Pero a pesar de sus buenas intenciones, la película no está a la altura de la intuitiva inteligencia de Hanks por su personaje. En particular, cuando en su segundo tramo es evidente que el argumento conduce a una gran reivindicación y redención. Pero, en lugar de profundizar en Otto — en el paisaje elegante que el actor creó para su personaje — termina por recorrer lugares comunes.

Poco a poco, la película narra varios estratos de una historia cotidiana que se sostiene sobre su aparente sencillez. Pero la insinuación de la complejidad es tan torpe y obvia que no resulta convincente. Mucho menos, sofisticada o bien construida. Al final, El peor vecino del mundo termina por ser solo otra de las tantas épicas sobre el tiempo, la pérdida y el desarraigo. ¿Era necesario algo semejante en una película que brindó tanto interés a Otto, como centro de varias preguntas interesantes sobre la vida y la muerte? Sin duda, se trata de una oportunidad perdida, carente de emoción y al final, verdadera exploración de sus puntos más altos.

La esperanza llega con cierta torpeza en El peor vecino del mundo 

La premisa del hombre herido e iracundo, que solo necesita una oportunidad, es usual en el cine más intimista y autoral. Mark Foster intentó llevar la idea a un estrato más amable, general, y por ese motivo, la película perdió su sentido de lo singular. A pesar de los esfuerzos de Tom Hanks por dotar a su personaje de carácter, parece desvanecerse en los giros de tramas comunes y triviales.

Aun así, la película conserva en el centro de su tendencia al cliché un punto de enorme interés. La evolución — silenciosa y bien actuada por Hanks — de Otto hacia la mejor versión de sí mismo. Sin duda, uno de los grandes aciertos del filme.

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