Desde principios de 2016 advertí, en un video visto por millones de personas (el único para el que he tenido un público semejante), que Trump era un peligro para México, para Estados Unidos y para el mundo. A lo largo de estos cinco años, y del cuatrienio de su mandato, insistí que los intentos de unos y otros -desde Peña Nieto hasta López Obrador, desde Shinto Abe hasta Macron, desde Bolsonaro hasta Erdogan- por entenderse con él, aplacarlo o ser acomodaticios con él, fracasarían y encerrarían un elevado costo. Estaba destinado a ser el peor presidente de la historia de Estados Unidos, a ser derrotado en su intento de reelección, y a ser juzgado y encarcelado cuando vuelva a la vida civil. Casi todos estos vaticinios se han confirmado. Falta el último.
Varios presidentes norteamericanos han pasado a la historia como extraordinariamente malos. Andrew Johnson, que sucedió a Lincoln y destruyó la esperanza de la reconstrucción posterior a la Guerra de Secesión, quizás fue el primero. Warren Harding, electo justo después de Woodrow Wilson, corrupto y desidioso, podría ser el segundo. Herbert Hoover, que se desentendió de la Gran Depresión entre 1929 y finales de 1932, sin duda califica. Trump es el cuarto, aunque algunos historiadores norteamericanos podrían encontrar otro par.
Para quienes los apoyaron durante sus mandatos, dentro o fuera de Estados Unidos, el estigma fue permanente. Lo será para Trump también, no solo por lo que ya sabemos de su reinado, sino sobre todo por lo que nos falta saber. La corrupción, las mentiras, las violaciones de múltiples leyes, el racismo y el aliento a los supremacistas blancos, van a hundirlo para siempre, conforme vaya emergiendo la verdad de sus fechorías.
Pero lo peor será lo último, así suele suceder en todas partes. Recordamos a López Portillo por los últimos meses de su gestión y a Salinas por el último año de la suya. La historia puede ser injusta, pero es también inclemente. Lo que hizo Trump esta semana en la capital de su país, como desenlace de sus falsedades e inventos desde el 3 de noviembre, es por lo que será recordado. Junto con las consecuencias: ya sea un nuevo impeachment, esta vez exitoso, ya sea la aplicación de la 25 Enmienda constitucional, que implica su destitución por el gabinete, ya sea un autoindulto que nadie le perdonaría.
Ser amigo de Trump fue entonces una mala idea. Admirarlo, identificarse con él, respaldarlo en todo, fue una peor idea. Y seguir tomando su partido (por ejemplo contra Facebook y Twitter) es una franca estupidez. López Obrador no solo se verá estigmatizado para siempre en Estados Unidos, sino también por muchos sectores en México y en el resto del mundo. Llegará el momento que a fuerza de jalarle casi a diario los testículos al toro, este último se va a enojar. Y Biden tiene fama de mecha corta.