Al cabo y decantación de las discutiblemente necesarias matanzas de conquista e independencia, Simón Bolívar se exorcizó incorporándose humano. Depuso su letalidad para culminar sus días como un solitario hacedor de pensamientos: que, virtud a una provecta escritura, lo delatarían constipado pero igual vehemente en sus ideas libertarias.
Los años de posguerra no restituyeron la emancipación originaria a los aborígenes. No hubo poder de mando perpetuo, lisonjas, pedestales para exaltación del genocidio, ofrecimientos de paga por servicios castrenses, homenajes ni reconocimientos a sus gloriosas gestas de dictata en hemiciclos que lo vindicasen salvo algunos de sus pensamientos filosóficos.
En el curso del siglo XXI no se debería sobriamente inferir que existieron comandantes en jefe calificables de «supremos, venerables e históricos líderes». Empero, en situación de ebrios a todos se nos está permitido ser presuntuosos: magnificar acaecimientos sociales, nuestros aciertos o pifias y los de cualquier otro mortal porque el licor es una droga heroica. En ocasiones, nuestra psique necesita ejercitarse en «imaginarios» para sintonizarnos con «mitos ancestrales» o «transmutarnos» hacia las dimensiones del «éxtasis» y la «euforia». No hemos perdido la dignidad del ser totémico para el cual nada alcanza magnanimidad si primero no se empalaga, en tropel, de dopamina y tabúes.
Durante la década de los años ochenta del siglo XX, yo solía despotricar contra el mundialmente conocido prócer venezolano. Me enfada su Decreto de Guerra a Muerte [por cierto, el Libertador nunca había sido tan devaluado por los autocalificados adherentes de sus mandamientos en el curso de los años de exterminio socialista]. Nunca cambiaré de opinión respecto a esa atrocidad. Recuerdo el día cuando cierta sociedad de bolivarianos presuntos publicó un comunicado mediante el cual sugería que yo fuese «pasado por las armas», en un país donde no existía la pena de muerte. Fue notitia criminis y, sin embargo, nadie fue imputado por amenazar mi integridad física.
Las naciones prosperan cuando otorgan preponderancia al trabajo, la producción de alimentos, estudio, investigación científica, desarrollo de tecnologías y la cultura que engloba todos los actos humanísticos a favor del bienestar colectivo y confort individual.
Las sociedades prototipo son tumultuosas, frívolas, indolentes, propagadoras de falsedades como bioseguridad y distanciamiento para evitar la extinción de nuestra especie. El tal virus corona, cañón 19 milímetros, que dispara balas vampiras, fue diseñado con el propósito de recordarnos que el terror gobierna en cada rincón del planeta. No es un hombre sino cofradía de sujetos alucinándonos la muerte sin previo goce o disfrute de la vida. En ellas no se habla de Simón Bolívar, tampoco en aulas de clases, porque la normalidad educativa permanece en suspensión indebida y alevosa. Tampoco de otros próceres. La historia tiene menos importancia que la piedad ulterior a la mentira manteniéndonos sonámbulos.
Es predecible que los «encuarentenados» retomemos la desobediencia, el tupé de taberneros sin mascarillas y libemos exquisitos licores sin parar hasta retomar la libertad de pensamiento y acción porque no podemos proseguir delirantes. En el caos que impera, percibo que las sustancias heroicas se convirtieron en el único camino hacia la redención que nunca se consumará a través del suplicio de fabulador. Al hombre común llegó la hora de llorarse, a los extraordinarios el momento de eliminar la plaga montaraz e irredenta a la cual permitió tiranizar. Estoy persuadido que Bolívar [en aquél contexto sociopolítico desdibujado virtud al posmodernismo] no tuvo motivaciones relacionadas con eso que llaman «gloria». Alcanzarla efímera, porque sus triunfos no fueron sino fratricidios. Era aventajado, de traspatio cofradía, vibraba conforme a su estatus. Fue parte de la nomenclatura, un entendido del terror que, para siempre, pretende fijar límites a nuestra libertad inmanente.
@jurescritor
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