Renunciar a la racionalidad y a la contención es fácil y tentador, pero tiene sus costes. Esa última copa una noche de juerga convierte la jornada de trabajo al día siguiente en lo más parecido al ascenso al Himalaya, al igual que los excesos presupuestarios suelen traer duras resacas de crisis y recortes. Pero cada vez más los ciudadanos renunciamos a gestionar nuestras opciones políticas con la racionalidad que aplicamos al resto de nuestras decisiones para lanzarnos por la aventurada vía del exceso y la autoafirmación.
En nuestra vida cotidiana buscamos la seguridad. No derrochamos ni nos jugamos los ahorros. Desconfiamos de ofertas engañosas y huimos de la incertidumbre. No insultamos a los compañeros en el trabajo ni a la gente por la calle, cumplimos las normas e incluso somos capaces de mantener sólidas amistades con personas que piensan de manera diferente; actuamos, en definitiva, con racionalidad y autocontrol. Sin embargo, en política hacemos lo contrario, abordamos la deliberación pública, donde nos jugamos buena parte de nuestro bienestar, con el mismo espíritu y la misma falta de responsabilidad que adorna a los hooligans en los estadios de fútbol. Primero silban al equipo contrario, luego se insulta al árbitro y finalmente, si la cosa no mejora, acaban abucheando al propio equipo. Eso sí, siempre se garantizan el subidón de adrenalina.
Lamentablemente, la tentación de la irracionalidad no solo aqueja a la izquierda, dispuesta a inmolarse en la defensa de la corrupción de este gobierno, o a personas de escasa formación y fácilmente manipulables. Hasta sesudos y brillantes colegas de columna son capaces de sucumbir a esa misma seducción y rendir la bandera de la coherencia. Los hay que presumen de conservadores, pero se muestran fascinados ante lo «disruptivo» del liderazgo de Donald Trump, como si poner patas arriba los fundamentos de un orden internacional que nos ha garantizado un larguísimo periodo de paz tuviera algo que ver con la mentalidad conservadora. No son pocos los apóstoles del liberalismo económico, que reniegan con razón de las tropelías de este gobierno, pero justifican las peligrosas ocurrencias proteccionistas del presidente de EEUU e incluso podemos encontramos a teóricos de la democracia liberal elogiando a Pedro Sánchez o a Puigdemont por ser políticos «robustos y decididos» frente a las posiciones más matizadas de Feijóo. Como si el auténtico sentido de la democracia liberal no fuera, precisamente, el de protegernos contra esos líderes robustos y decididos.
Renunciar a la racionalidad y a la moderación en política puede ser entretenido y excitante pero sus consecuencias no lo son. Hace unos días se difundió en Reino Unido una encuesta con motivo de los cinco años de Brexit. La mayoría de los británicos considera que ha empeorado la economía, el coste de la vida, la situación de las empresas y hasta los niveles de inmigración. Quienes animaron a los británicos a ese pésimo negocio lo hicieron con los mismos argumentos que ayer escuchamos ayer en Madrid a los líderes de Patriots, también ellos robustos y disruptivos.
Espero que dentro de unos años no tengamos que estar como los británicos, añorando el regreso a un mundo que perdimos por no haber sabido conducirnos en lo público con la sensatez con que lo hacemos en nuestra vida privada.
Artículo publicado en el diario El Debate de España
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