Cuando nací, pocos años habían pasado del fin de la II Guerra Mundial. En Venezuela se realizaba el proceso electoral que culminaría con la instalación de la írrita Asamblea Constituyente de 1952 que más tarde ratificaría en la presidencia de la república a Marcos Pérez Jiménez (1952-1958) el último dictador de nuestro siglo XX. En los Estados Unidos se realizaba la carrera electoral que llevaría a la presidencia al ex comandante de las fuerzas expedicionarias aliadas en Europa, general Dwight D. Eisenhower (1953-1961). En la Unión Soviética, los comunistas habían consolidado la revolución bolchevique y expandido su poder por el mundo. Se desarrollaba entre soviéticos y norteamericanos la Guerra Fría, confrontación que se presentaba entre dos modelos excluyentes de sociedad, comunismo y capitalismo. El carácter democrático que podía tener el régimen político era secundario.
En noviembre de 1989, casi 40 años después, gobernaba los Estados Unidos Ronald Reagan, era Papa, Karol Wojtyla y en Venezuela se había iniciado la segunda presidencia de Carlos Andrés Pérez. La Guerra Fría, que cuando se hizo caliente fue siempre fuera de las fronteras soviéticas y norteamericanas, había terminado. El socialismo real había sido derrotado por el capitalismo. La Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) se desintegraba y Europa oriental se democratizaba. Francis Fukuyama escribirá El fin de la historia y el último hombre (1992) y Samuel Huntington, Choque de civilizaciones (1993). La confrontación sería ahora entre civilizaciones y nos preguntábamos ¿por qué no encuentro? Se creía que el fin del comunismo afirmaría el Estado liberal de derecho; incluso, muchos pensaban que bastaría la libertad de mercado para que todo estuviera asegurado.
El fin de la historia no fue tal. Las recetas económicas en boga mostraron no ser infalibles. Lejos estaba de imponerse en el orbe, la democracia moderna basada en un Estado con división de poderes que tiene como centro la persona humana, que garantiza efectivamente los derechos humanos fundamentales, consagrados en constituciones escritas que permiten el gobierno de la mayoría y el ejercicio de los derechos ciudadanos por todos, en un ambiente de dialogo y discusión fecunda, que realiza elecciones periódicas que permiten la alternabilidad en el ejercicio del poder.
En 2024, 35 años después del fin de la Guerra Fría, ya avanzado el siglo XXI, nos encontramos con una realidad muy diferente a la imaginada. La democracia, por primera vez en décadas, retrocede en el mundo, hasta el punto que van 18 años de reducción de la libertad global, de acuerdo con los informes que desde 1972 elabora Freedom House. De 195 países considerados, son libres 83, 56 solo parcialmente y 56 no lo son. Algo similar señala el Índice de Democracia de The Economist. Nuestra Venezuela, por mucho tiempo, una democracia paradigmática en América Latina, destino de inmigrantes de todo el mundo, dejó de serlo. Es una dictadura con caracteres delincuenciales que arruina al pueblo y enriquece a unos pocos, pero mantiene una retórica que llama revolucionaria y proclama el “socialismo del siglo XXI”.
No obstante, estas realidades evidentes poco aparecen en el discurso de buena parte del liderazgo del mundo democrático. Las reflexiones y propuestas a la problemática de esta época, tan distinta a la esperada, son escasas. Los descalificativos sobre el adversario predominan sobre las ideas abundando un lenguaje soez y mentiroso. La crítica a los errores, corrupción e ineficiencia de muchos políticos se convierte en la antipolítica que cuestiona y debilita las instituciones democráticas. Ante los problemas de hoy se buscan soluciones en el pasado que frecuentemente recurren a un nacionalismo parroquial excluyente que convierten al “peligro comunista” en el enemigo. Esta cruzada que parece desconocer las nuevas realidades epocales se desarrolla en el mundo libre dentro de un debate político que polariza la población, divide la sociedad y refleja una lógica amigo-enemigo que recuerda los planteamientos de Karl Schmitt, ideólogo del nacional socialismo alemán. El otro, el que piensa diferente, el que es distinto, el adversario, no basta derrotarlo, vencerlo, hay que destruirlo.
También vemos, entre quienes se autocalifican de izquierda, una mutación en sus propuestas y formas de acceso al poder. Han cambiado de ropaje, prefieren llamarse progresistas, incluso adoptan la vía electoral y el cambio revolucionario lo expresan asumiendo posiciones con relación a la libertad, la vida y el género que recuerdan más bien algunas posiciones liberales de antaño y poco tienen que ver con la propuesta socialista de ayer que, seguramente, como ya ocurrió en el pasado sino condenadas, serían rechazadas por el comunismo.
En lo que sí recuerdan la experiencia comunista es que mantienen su rechazo frontal a lo que llaman imperialismo norteamericano, lo cual los lleva a alianzas con regímenes tan diversos como Irán, China, Corea del Norte y Rusia, dictaduras posmodernas, propias del siglo XXI, de diferentes coberturas ideológicas, pero que tienen en común con el llamado socialismo real, la ausencia de libertades y pluralismo. Pueden hacer elecciones competitivas, pero no ponen en juego el poder. La alternabilidad política es inexistente. Las libertades se subordinan a la permanencia en el poder de quienes lo vienen ejerciendo. Como todas las dictaduras atropellan la dignidad humana, violan los derechos humanos, pretenden perpetuarse y están al servicio de una persona, un pequeño grupo o un partido. A nuestro juicio, en el caso venezolano es evidente esta realidad, aunque al comienzo pudieron pretender “un socialismo del siglo XXI”, hoy predomina un capitalismo ineficiente, corrupto y depredador de carácter delincuencial que empobrece a todos y enriquece a pocos.
Si identificamos estas realidades es difícil entender la prioridad que se le atribuye al “peligro comunista”. Debemos recordar que el marxismo, base filosófica del comunismo, es una doctrina del siglo XIX. Proponían la lucha de clases conducida por el partido comunista, partido único, vanguardia revolucionaria que llevaría a la substitución del capitalismo por una sociedad sin clases, la sociedad comunista, que en una primera fase socialista instauraría la dictadura del proletariado. Planteaban la erradicación de la propiedad privada convirtiendo al Estado en propietario de todos los medios de producción.
En el siglo XX, vimos cómo los comunistas, bajo la conducción de Lenin accedieron al poder en Rusia en 1917 y como rápidamente se expandieron por el mundo, sobre todo, a partir de la II Guerra Mundial, donde fueron aliados contra el nazismo de los Estados Unidos, Inglaterra y Francia. No obstante, como ya lo señalamos, el comunismo se derrumbó en la URSS y en Europa. China abandonó sus tesis económicas fundamentales convirtiendo su economía en un capitalismo salvaje que, entre otros, desconoce los derechos de los trabajadores. En Corea del Norte, vemos una dictadura dinástica poco conciliable con la propuesta marxista leninista. Seguimos explorando y lo más parecido al comunismo lo encontramos en una pequeña isla del Caribe, aislada y empobrecida que para sobrevivir exporta mano de obra esclava y asesorías militares.
A nuestra manera de ver el llamado “peligro comunista” poco tiene que ver con esas doctrinas del siglo XIX. El anticomunismo parece ser más bien una cobertura ideológica que oculta pretensiones autoritarias de instaurar dictaduras a la manera del nuevo líder mesiánico que promueve soluciones fáciles y simples para problemas complejos. Por supuesto, en un mundo que ya se ha hecho aldea, exige de todos y muy especialmente, a quienes ejercen liderazgos en los países democráticos, una actitud distinta que identifique claramente los verdaderos problemas de hoy, que contribuya controlar el poder dando respuestas válidas y compartidas a realidades que lejos están de los problemas del pasado.
En nuestra experiencia venezolana hemos ido desenmascarando los falsos dilemas que estos largos años nos han ido planteando. Hemos descubierto que el problema político fundamental de nuestra sociedad es entre dictadura y democracia. Entre una tiranía corrupta que nos oprime, violenta y tortura y una democracia plena, por edificar, que dejando al lado el individualismo exacerbado nos permita la convivencia, la erradicación de la pobreza y la realización personal de todos los venezolanos en un ambiente de paz. Por supuesto, viviendo en un mundo distinto, globalizado y diverso, no lo podremos hacer solos. Somos un pequeño país glorioso que necesita, ahora, la ayuda fraterna del mundo democrático, sobre todo el que no es más cercano. Y mañana, con el concurso solidario de los demás pueblos que luchan por la libertad, la igualdad y la fraternidad buscaremos la integración en un mundo mejor que erradique la guerra, la violencia, el hambre, la pobreza y donde la persona, su dignidad y familia sean el epicentro del desarrollo humano integral y de la felicidad compartida.
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