Se titula “La verdad de Venezuela contra la infamia. Datos y testimonios de un país bajo asedio”, y es el informe con que el régimen de Maduro pretende defenderse ante la institucionalidad de la Corte Penal Internacional, de los voluminosos expedientes que vienen acumulándose por sus planificadas, sistemáticas, recurrentes y brutales prácticas de tortura y violación de los derechos humanos.
El informe, 112 páginas concebidas desde lo absurdo, pueden leerse como la radiografía de un régimen patológico, que intenta mostrarse como víctima de una gigantesca, articulada, poderosa e imperialista conspiración, denominada “agresión multiforme”, de la que serían parte los dirigentes políticos de los partidos opositores, agentes y financistas extranjeros, Trump y el imperialismo, la OEA, la ONU, la Asamblea Nacional dirigida por Juan Guaidó, diversas organizaciones no gubernamentales, algunos medios de comunicación –entre ellos, El Nacional–, militares y gobiernos extranjeros.
De la primera a la última página, la exposición no supera lo precario y burdo. Inventa intenciones que no existen; relaciona hechos y realidades que no tienen vínculos entre sí; fabrica conclusiones sin fundamento alguno; trae a cuento leyes, programas y documentos que, en la práctica, han sido desconocidos por el propio régimen. No solo mentiroso: hay algo patético en un documento que pone en evidencia que no cuenta ni siquiera con los mínimos recursos intelectuales para producir una pieza que muestre, al menos, alguna mínima astucia. Es el documento de una organización despojada de espíritu. De una alianza de bandas armadas que, abiertamente, han tomado el control del territorio venezolano y que no tienen ni un buen argumento para defenderse, como no sea engordar el expediente con nuevas mentiras.
Como el lector puede presuponer, no se habla de lo real: ni una palabra sobre los presos políticos, ni sobre los torturados, ni tampoco sobre los allanamientos sin orden judicial, ni sobre el trato degradante hacia los detenidos y sus familiares. No se mencionan las palizas, las prácticas de electrocutar a los detenidos, ni de cómo los obligan a comer excrementos, ni cómo se les desnuda y somete a temperaturas ambiente de frío extremo, ni de las comidas llenas de gusanos, ni de los modos en que los cuelgan de las muñecas o de los tobillos. Ni una palabra sobre los asesinados y violados. Ni tampoco sobre el hambre en Venezuela, sobre el colapso del sistema sanitario. Nada sobre el desastre de los servicios públicos. O la falta de agua. O las constantes interrupciones del servicio eléctrico. Ni sobre la gravísima escasez de combustibles. Tampoco sobre las prácticas represivas y de matraqueo generalizado que ocurren todos los días, a toda hora, en cualquier parte del territorio, a cargo de uniformados que instalan alcabalas con la finalidad expresa de robar a peatones y conductores. No se habla del estado de absoluta indefensión en el que viven 27 millones de personas, de todas las edades y todos los estratos sociales.
Y entonces, se preguntará el lector, ¿de qué habla el informe? Por una parte, dedica páginas y páginas a teorizar sobre las pautas de respeto y defensa de los derechos humanos que, en el mundo enajenado del redactor del informe, se practican en Venezuela: doctrinas, leyes y reglamentos. Se mencionan instituciones –instituciones también fantasmas– que velarían por garantizar los derechos: se refieren a esas instituciones, encabezadas por el Ministerio Público, cuya verdadera finalidad es servir de tapadera y excusa para que el régimen pueda seguir deteniendo y torturando con plena impunidad.
El recurso de teorizar sobre lo inexistente también se extiende hacia el supuesto “Nuevo Modelo Policial”: las leyes, reglamentos y “practiguías” que supuestamente lo alimentan; los modelos de actuación con que los funcionarios operan: es decir, el informe miente, del modo más descarado, sobre unos cuerpos policiales que, en la práctica se han convertido en azote de las comunidades, en bandas delincuenciales protegidas por el poder. Y hay más: el documento defiende a los colectivos y llega al extremo de afirmar esto: “En ningún caso y bajo ninguna circunstancia, los colectivos u organizaciones sociales son utilizados por las instituciones del Estado para ejercer control social o desempeñar funciones de seguridad ciudadana. De conformidad con la Constitución y la ley, el ejercicio de las labores de protección y seguridad de la ciudadanía están reservadas exclusivamente a los órganos del Estado”. Justo lo contrario de lo que testimonian los hechos y las víctimas de la violencia paramilitar.
El informe hace una relación de 10 casos –algunos de ellos de sustentación dudosa–, de amenazas a periodistas, presenciales o por las redes sociales, por parte de ciudadanos opositores o de dirigentes políticos, pero no hace mención –léase bien la cifra– a los más de1.200 ataques que reporteros y equipos de televisión han sufrido por parte de uniformados, colectivos y militantes oficialistas, entre 2016 y 2020.
Los dos argumentos principales del informe tienen un carácter descalificatorio: de una parte, de la Misión de Determinación de los Hechos del Consejo de los Derechos Humanos de la ONU, y a sus integrantes. Se les acusa de falta de rigor metodológico y del uso de fuentes no confiables. De otra parte, lo más infamante, se pretende negar la existencia de brutales violaciones de los derechos humanos, mostrando imágenes en las que aparecen algunos presos políticos destacados –Juan Requesens y Leopoldo López– realizando actividades deportivas o sociales.
En conclusión: páginas vergonzantes, sin argumentos, falsas sin disimulo, que ponen en evidencia que el régimen ha perdido su capacidad de defenderse, por lo tanto, nos dice que el registro de los hechos, la acción de las víctimas y los testigos, así como la práctica de la denuncia, deben continuar. Continuar hasta cumplir con la tarea de cambiar de régimen.
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