Mi inolvidable amigo y maestro Manuel Caballero solía decir que, después de los 50, el día que uno se levantara sin que le doliera nada es porque estaba muerto… En ese entonces no había llegado a ese umbral y su afirmación me causaba hilaridad.
Cuando se es joven en edad, por lo general, no se piensa en la relación del tiempo con el camino de la vida. Esa conciencia, por así decirlo, va formándose más adelante.
Ronald Reagan, que de comunicación sabía y mucho, sugería que uno cumple hasta los 39, y que los años posteriores son tantos más que 39. Así una persona de 70 años podía responder, cuando le preguntaran por su edad, que tenía 31 más que 39. Mal no suena.
Pero todo intento de disimular el peso del transcurso de la vida es, a la postre, inútil. Lo que no significa que se tenga el deber de preferir una vida sana, activa y fructífera, en la medida de lo posible.
Un deber que nace de la responsabilidad familiar, y del aprovechamiento del tiempo de cada quien, para tratar de hacer el bien.
El culto al divino tesoro de la juventud, parafraseando a Rubén Darío, puede llegar a extremos que deshumanizan a la persona. En especial cuando la ciencia logra prolongar el promedio de vida de la población.
Pompeyo Márquez llevaba en su cartera un recorte de prensa de finales del siglo XIX en el que se anunciaba la noticia de que un anciano había sido asesinado por los lados del Guarataro. El anciano tenía 49 años… Cómo se reía el venerable Pompeyo al mostrar su plastificado recorte.
La demografía y la economía son inseparables. No puede haber duda al respecto. El Estado de Bienestar, consolidado luego de la Segunda Guerra Mundial, se fundamenta en la pirámide poblacional de entonces. Esa pirámide se ha invertido y el Estado de Bienestar, tal como fue diseñado, se ha hecho insostenible. Y los esfuerzos para «aggiornar» los sistemas de seguridad social están fracasando en todo el mundo democrático.
El economicismo radical, que es una expresión natural del relativismo radical, está buscando alternativas en el impulso acelerado de la Inteligencia Artificial, y en la consideración de la vida humana como una variable económica más. De allí que la eugenesia y la eutanasia estén cobrando una gran fuerza en las políticas públicas del llamado mundo desarrollado.
En el fondo lo que se busca es manipular la vida humana, la naturaleza misma de las cosas, para alcanzar una realidad en la que la complacencia de una artificiosa juventud, con el descarte de todo lo que la estorbe, sea el paradigma del futuro. El papa Francisco, a sus 86 años, está tan claro en este tema fundamental como sus cercanos predecesores.
Una sociedad que rechaza la trascendencia de la vida como un valor esencial se termina convirtiendo en un laboratorio para experimentar lo que sea, a fin de mantener la sensación de vitalidad de una edad, que, siguiendo con Darío, se fue para no volver…
El don de la vida es el paso de los años. Con sus alegrías y sufrimientos. Hay que respetarla en todas sus etapas. Y hay que aceptar ese don como el fundamento de la humanidad. Una vida que va cambiando y que debería ser acogida con esperanza. Hay que fomentar la vida, no utilizarla para la satisfacción o comodidad de un poder cultural o ideológico que se considera soberano.
Mi inolvidable Manuel Caballero ya está en la vida eterna. Y ahora tengo 23 más que 39. Sí, el paso de los años, recibido como don, es fuente de la verdadera vida.