El papa Francisco fue profesor de Literatura en un colegio en Argentina. Corría el año 1965. Hay testimonios de que era un maestro que se tomaba en serio a sus alumnos, que trataba de acercarles a las obras literarias con pasión y que alentaba su expresión escrita promoviendo incluso publicaciones con los relatos de los estudiantes. Imprimió un volumen con catorce de ellos e invitó a Jorge Luis Borges a que lo prologara: «Su publicación –dejó escrito el poeta ciego– será un estímulo para los jóvenes que los escribieron y un placer, no exento de sorpresas y emoción, para quienes lo lean. Este libro trasciende su originario propósito pedagógico y llega, íntimamente, a la literatura». ¿Qué quiere decir el genio argentino con «llegar a la literatura»? Creo que justamente de ese punto es de lo que debería tratar este artículo.
A primeros del pasado mes de agosto, el papa Francisco envió a los medios una carta titulada «Sobre el papel de la literatura en la formación». Ha pasado casi desapercibida, y no habrá sido porque carezca de importancia. En la primera parte Francisco deja muy claro que él se la otorga: «Salvo excepciones la literatura se considera como algo no esencial. A este respecto quisiera afirmar que este enfoque no es bueno (…) Con este mensaje, quisiera proponer un cambio radical». Y, citando a un conocido teólogo, añade estas palabras que hace suyas: «La literatura surge de la persona en lo que ésta tiene de más irreductible, en su misterio. Es la vida, que toma conciencia de sí misma cuando alcanza la plenitud de la expresión, apelando a todos los recursos del lenguaje». Estas últimas frases, debidas al profesor canadiense René Latourelle, se elevan como una cima de lo que el espíritu humano puede decir, no sólo de esa «literatura a la que llegar», de la que habla Borges, sino, más allá, de sí mismo.
El caudal de ideas que un planteamiento del ser humano, como el que se presenta en este texto, y de la importancia que la literatura tiene de cara a la comprensión del misterio del hombre, es lo que el Papa trata de desgranar en un documento valiente y excepcional.
Hay muchos planos en los que se puede entender este escrito papal, todos ellos por lo demás perfectamente armonizables. El más inmediato tiene que ver con el modo en el que su autor nos descubre generosamente un rincón de sí mismo: el Papa se desnuda interiormente y se coloca del modo más auténtico en un plano de igualdad con cada uno de los lectores de su misiva. Francisco nos habla delicadamente al oído de aquello que le ha hecho ser quien es.
Después está el contexto del documento, que se puede identificar con su propósito. Se trataba inicialmente de plantear un cambio en la formación de los sacerdotes. Pero en algún momento de su redacción, o de su preparación intelectual, casi de repente, Francisco cae en la cuenta de que no hay nada, de todo ese panorama que desea compartir con sus hermanos sacerdotes, que no pueda extenderse al resto de los mortales.
Forma parte de la espontaneidad, que personalmente tanto valoro, el hecho de que no haya reformulado el texto con dicha intención sobreañadida; en su redacción, el escrito responde a la intención inicial de reorientar la formación sacerdotal para que pueda trascender las aproximaciones más abstractas y moralizantes, y se pudiese situar en un plano de máxima cercanía al ser humano concreto, a través de las riquezas que la literatura contiene. No seré yo quien evalúe semejante responsabilidad que corresponde eminentemente al Papa. Lo que puedo decir es que, de llevarse a cabo su intención (y dudo que sea posible), estaríamos ante otro giro copernicano en la historia del catolicismo, pero uno de todavía mayor alcance. En definitiva, se trata de un asunto de Iglesia y, como miembro de ésta, me limito a aceptar el designio papal.
Siguiendo con este último esquema, de carácter netamente kantiano, sí puedo pronunciarme en cambio sobre la dimensión universal de las afirmaciones que la carta contiene. Sería el tercer aspecto o plano de este breve comentario. Sin duda el más importante, porque atañe al intento de aproximación a la verdad. El puente, esta vez, ha sido tendido por el Papa con lo mejor de una tradición y modernidad occidentales abiertos a la universalidad.
El torrente de ideas, razones y argumentos, el logos que subyace en su carta es de una riqueza inmensa y en buena medida insondable. Trataré de sintetizar una parte de esa fuente de luz que el Papa brinda a quien se preste a leerle. Francisco repasa muchas de las virtualidades de la lectura literaria, desde las más prácticas a las más incisivas psicológicamente. La literatura como fuente de conocimiento de la realidad, incluyendo su capacidad para penetrar, o al menos rozar, la negatividad en todos los planos –moral o metafísico– y el modo en el que puede ayudar al ser humano a superar los abismos del alma por medio del discernimiento como forma de la necesaria toma de distancia o separación respecto del mal.
Pero el Papa va aún mucho más allá cuando propone un cambio de paradigma en la relación entre el conocimiento humano y la fe, en este caso de la literatura (cima del conocimiento humano) y las verdades de fe. Muchos (y seguirá siendo así porque, aunque el automatismo religioso tiñe la existencia humana de falsedad y vacío, resulta más fácil y controlable) sitúan la moral y el dogma por encima de todo. La literatura resulta saludable –se califica de «edificante»– en la estricta medida en que apuntala esa fe enlatada y sólo si no la contradice. El problema es que, desde este punto de vista, la literatura como la religión se convierte en «moral», por no decir en moraleja.
Si he entendido bien el mensaje papal, el camino debe de ser en todo caso el inverso. Existe la acción humana, imperfecta por definición, falible pero redimible y reflejada e iluminada por la literatura como por ninguna otra creación. Pues bien, sólo cuando hemos llegado a ese nivel de profundidad y sutileza en la búsqueda de la verdad la fe cobrará sentido. El hombre, al sumergirse, a través de la literatura, en el corazón del misterio de la libertad, también en toda su luz negra, deja de vivir de un modo autorreferencial y está en condiciones de encontrarse –ya lo ha estado haciendo aun sin saberlo– con la inmarcesible realidad de un Dios que es todo comprensión, belleza, sentido, amor.
Artículo publicado en el diario ABC de España
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