En este largo caminar por el mundo literario y filosófico, yo vuelvo con cierta periodicidad a viejas lecturas que me produjeron mucho impacto cuando me acerqué por vez primera a sus páginas.
Entre esas lecturas recurrentes está El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha, que es para mí una suerte de «libro de cabecera»; y las obras de Charles Dickens (Landport, Portsmouth, 7 de febrero de 1812-Gads Hill Place, 9 de junio de 1870).
Dickens fue un escritor inglés, considerado como el novelista por excelencia de la época victoriana; período de la historia del Reino Unido, que imprime un sello muy peculiar no solo en la Revolución Industrial, fase de innovación tanto económica como tecnológica y social, al punto de que, en palabras del Nobel Robert Lucas, «for the first time in history, the living standards of the masses of ordinary people have begun to undergo sustained growth» (por primera vez en la historia, el nivel de vida de las masas de la gente común ha comenzado a experimentar un crecimiento sostenido), sino que impacta decisivamente en el Imperio Británico.
Uno de los aspectos que siempre me ha atraído de sus escritos ha sido la fuerte crítica social. Es tan fuerte esta sátira que algunos analistas han acuñado el término «dickenseano» para describir algo que evoca a Dickens y sus escritos, es decir, se usa para referirse a las pésimas condiciones de vida en una sociedad, así como a sus extraordinarias caracterizaciones hechas con sarcasmo sobre individualidades jocosamente asquerosas (si es que algo asqueroso puede causar hilaridad).
Catalogar la situación venezolana de “crisis” resulta un eufemismo. Desempleo vertiginoso, miseria, hambre, indiferencia (nuevo eufemismo) por parte del Estado sobre la precariedad en la que se sobrevive en estos suelos otrora llamados “Tierra de Gracia”, el obsceno espectáculo de fortunas imposibles de cuantificar, y mucho menos de explicar su procedencia, son hechos que pudieran poblar los libros de Charles Dickens.
¿Quiere usted profundizar en el tema de la explotación del trabajador infantil? Lea con detenimiento David Copperfield; pero, si le interesa ahondar en ese vicio tan grotesco como es la avaricia, acérquese a Cuento de Navidad. No olvide que en el «Infierno» de Dante Alighieri, los avaros van al cuarto círculo. Ahora bien, querido coterráneo, ¿quiere leer sobre la injusticia, el desgobierno y la corrupción? Trate de conseguir un ejemplar de La pequeña Dorrit. Su trama es brutal en lo que se refiere a la Justicia, como a todo lo que se relaciona con el dinero. Su descripción de los personajes opulentos y de su superficialidad e insensibilidad social puede ser descrita como un fuerte sarcasmo cruel.
Los conflictos y hechos narrados por el novelista se encuentran situados, como ya dije supra, en el Londres victoriano, pero resulta que escenas de aquel Londres decimonónico, donde se dieron episodios tan dantescos como el de los perros y caballos muertos que flotaban en el Támesis y servían de alimentos a los pobres londinenses de las descripciones de Dickens, ¿qué tanto difieren de nuestros escenarios de pordioseros alimentándose en los basureros? ¡Seguro que habrá alguien que “inteligentemente” me diga: «Ya eso no sucede, ¡Venezuela se arregló!».
Mientras buscaba mis libros sobre Dickens para escribir este artículo, y repasando algunos ensayos, encontré una frase muy acertada del famoso fotógrafo Robert Capa, quien aconsejaba: «Si quieres una buena foto habrás de acercar lo máximo posible el objetivo». Dickens vivió de cerca y experimentó en carne propia el abuso del trabajo infantil. Vio y sufrió el maltrato a las mujeres en trabajos donde no había ningún beneficio laboral. No se tenía consideración alguna con las mujeres embarazadas. La paga era simbólica, acaso una que otra moneda y un mendrugo. Los sitios de trabajo eran malsanos, lóbregos y, como si fuera poco, estaban hacinados en espacios donde se respiraba un aire insalubre. Aún más, ¡no tenían permitido abandonar los trabajos! El protagonista de Oliver Twist huye; se convierte en un fugitivo y para salvarse se une a una caterva de chiquillos carteristas capitaneados por Fagin, personaje que era un traficante de bienes robados.
La ausencia de derechos de los trabajadores, reducidos a esclavitud, descritos magistralmente en estas novelas, ocasionaron otras voces que también reivindicaron esos derechos. No en balde, el viernes 15 de mayo de 1891 fue promulgada por el papa León XIII la Encíclica «De Conditione Opificum», más conocida por sus primeras palabras en latín, la «Rerum Novarum» (De las cosas nuevas). Esta Encíclica marcó una nueva etapa en la Iglesia, versaba sobre las circunstancias de las clases trabajadoras. El papa León XIII dejó sentado que apoyaba el derecho de los trabajadores a «formar uniones o sindicatos», pero también se ratificaba el «derecho de la propiedad privada». Ha sido objeto de muchas discusiones. Me basta con citarla para recordar que el trabajador es un sujeto de derechos que no pueden ser vulnerados.
Los abusos que presenciamos a diario, el expolio al que ha sido sometida Venezuela, de manera inmisericorde y continua me hizo releer a Dickens, sobre todo, porque el saqueo no solo ha sido económico, ha sido esencialmente cultural.
El novelista inglés no solo creó personajes famosos, insignes, simbólicos. Dickens historió una larga etapa de la sociedad inglesa. Y, como también en Venezuela se ha perdido el hábito de la lectura, se condena al ostracismo a los intelectuales, se ignora a los cultores de las artes, se silencia el «Premio Cervantes» otorgado a nuestro gran Rafael Cadenas, no aprendimos la Historia que nos obsequió Dickens. Por ello, la estamos repitiendo. No solo hay que defender el derecho al trabajo, al salario, es obligatorio, imperioso reivindicar la Cultura.
Tenemos por delante una oportunidad de lograrlo. Ahí está la Primaria. Hazla tuya, defiéndela, y acude a expresar tu opinión y ejerce también tu derecho a expresarlo.
@yorisvillasana
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