Robinson Crusoe es el más célebre de los náufragos, secundado por Simón Bolívar y los cinco viajeros del globo aerostático que Julio Verne precipitó en una isla misteriosa. Crusoe logró rescatar del naufragio una semilla de trigo y con ella logró más adelante hacer pan. En cambio, los viajeros del globo, prisioneros evadidos de la Guerra de Secesión, construyeron una confortable vida de horno, trajes y suculentas comidas, pero Verne nunca menciona al pan y Simón Bolívar, enfermo y vencido por las turbulencias políticas, buscó la muerte río abajo en el Magdalena probando el amargo pan de las discordias.
¡Sin embargo, el pan es símbolo de fecundidad! Para algunos lo es también de perpetuación; de allí las alusiones fálicas y las risas cómplices y vergonzosas que generan algunas de sus formas. Ciertamente, es la base de nuestra alimentación, aunque desde hace siglos se reitera que no solo de pan vive el hombre y se acepta; sin embargo, es el alimento espiritual por excelencia puesto que es el cuerpo de Cristo convertido en la hora suprema de la Eucaristía en la Hostia Sagrada, en el Pan de la Vida.
El nombre de Belén, el lugar donde nació Cristo, significa Casa del Pan, de manera que la presencia espiritual de Dios como Pan de la Vida fue una presencia física en la Casa del Pan.
Pan, el título de la novela que comenzó a hacer célebre al novelista noruego Knut Hamsum antes de declarar su traicionera e infeliz colaboración con el nazismo, no se refiere a nuestro pan cotidiano sino al dios de los bosques: al dios de los pastores y rebaños de la mitología griega. Pan era también el dios de la fertilidad y de la sexualidad masculina. Dotado de una gran potencia y apetito sexual, se dedicaba a perseguir por los bosques, en busca de sus favores, a ninfas y muchachas. Uno de mis vecinos no solo es Pan de los bosques sino que es el hombre del Neanderthal, un ser perfectamente primitivo: abogado egresado de la Universidad Central que viste de Armani, usa corbatas de seda italiana, persigue a las chicas, odia a los negros, es fascista y cree en las elecciones bolivarianas.
La primera vez que en mi casa intenté hacer pan la masa quedó dura, con consistencia de piedra. ¡Parecía un arma ofensiva! Salí corriendo de la cocina, gritando como un poseso: «¡Fracasé! ¡Fracasé! ¡Soy como el Partido Comunista venezolano, no se me dan las masas!».
En mi mesa jamás ha faltado el pan, pero tampoco me ha tocado masticar y tragar el duro pan del exilio. Cuando me preguntaron por qué no me he ido, en lugar de la hogaza mostré los helechos que prestigian mi jardín. No logro evitar los maltratos de la dictadura bolivariana. Millones de compatriotas se han ido creyendo que así escapaban de la abominable opresión militar y del narcotráfico. Estoy por creer que sin percatarse esos aterrorizados venezolanos llevan consigo la brutalidad del régimen atenazada en sus mentes y corazones. Pueden estar formando una nueva vida en el país que eligieron para lamentar su destierro, pero el régimen continúa oprimiendo y privando de pan a quienes sobrevivimos como yo cultivando con recogida devoción los helechos que vegetalmente nos relacionan con el país que amamos.
No hablo de pan, es decir, de una sana alimentación porque no existe en el país que Hugo Chávez adjetivó con su apellido y mucho menos en la conciencia de sus mandatarios. Los alimentos exquisitos, de encontrarse, estarían en lugares o bodegones de privilegio, decididamente costosos y no hay bolívares ni dólares familiares que puedan comprarlos.¡Nos alimentamos mal! y en muchas zonas marginales simplemente no hay nada que comer. El hambre explica la presencia de quienes buscan algo de comer en las basuras. El hombre-zamuro, en lugar de bailotear mientras come desperdicios, muestra su miseria con una tristeza que hace llorar.
Siendo el Pan de la Vida pareciera que Dios ha desertado dejando escombros en lugar de un país, sentando en el poder a victoriosos ángeles de la crueldad y de la perversión y delegando en nosotros, civiles desarmados, la solución de nuestros desamparos.
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