En los últimos estudios nacionales de opinión que he revisado, observo que el gobierno de Nicolás Maduro continúa siendo muy impopular. La mayoría lo considera el responsable fundamental de la pavorosa crisis que se vive. Otro tanto estima que su salida de Miraflores resulta un paso previo indispensable para comenzar a resolver las enormes carencias existentes. Con él al frente del gobierno, luce imposible encontrar una solución permanente a las dificultades que mantienen cercados a los ciudadanos.
También percibo una clara tendencia de los venezolanos hacia el realismo y el pragmatismo. La gente ha ido abandonando los extremos de etapas anteriores, colocándose en una posición más centrista. La filosofía podríamos resumirla del siguiente modo: el régimen es pésimo, inepto y corrupto hasta los faroles, pero está atornillado porque las organizaciones y dirigentes que lo enfrentan carecen de la fuerza necesaria para someterlo y sacarlo. Se trata, entonces, de aceptar esa dura realidad e intentar obtener el mayor provecho posible dentro del estrecho margen en el cual es posible moverse. La oposición no solo carece de partidos, sindicatos y grupos metidos en la piel del pueblo, sino también de una estrategia global que les de coherencia a las destinas iniciativas que emprende, tal como lo expone Alfonso Molina en su agudo artículo, «Panorama crítico. Un oposición sin dirección política», publicado en Ideas de Babel
Entre los factores que más alimentan este clima de desolación, se encuentran la inflación incontrolable y el deterioro sostenido de los servicios públicos. El caos reinante por la falta de electricidad, agua, gas en bombonas, gasolina e Internet, el estado de ruina en el que se encuentra el transporte colectivo, público y privado. La precaria condición de la educación y la salud, patente especialmente por el caos desatado por el coronavirus. La falta de empleo bien remunerado, que ha obligado a los trabajadores a refugiase en el inestable mundo de la informalidad. Todos estos factores, que se dan simultáneamente y coexisten en una atmósfera de precariedad generalizada, han convertido la vida cotidiana de los venezolanos en un degredo.
La gente quiere volver a vivir lo más pronto posible en un mundo donde rija una cierta normalidad. Abra la nevera y esté encendida, con alguna comida para ese día y los siguientes. Gire el grifo del baño y pueda lavarse la cara y darse un baño. Calentar los alimentos con gas inyectado a bombonas o por tuberías. Ir a la estación de la zona y obtener gasolina. Desplazarse por el Metro y llegar a tiempo al trabajo. Conectar la computadora para que los hijos reciban clases o para realizar un trámite bancario de rutina, y saber que la maquina va funcionar. Todo dentro de la más estricta normalidad. Pero, ya ninguna de estas prácticas cotidianas son «normales». Ahora todo es extraordinario. Lo cotidiano se transformó en excepcional.
Esa ruptura con la normalidad que vemos en Venezuela, propia de las sociedades más arruinadas, sigue empujando a los jóvenes y adultos a irse del país. Casi 40% está planteándose emigrar una vez sea dominada la covid-19.
En este país destartalado, con un gobierno incompetente y voraz, con los mayores niveles de pobreza de Latinoamérica, es lógico que la gente espere que el régimen y quienes todavía conservan alguna legitimidad y representación por el lado de la sociedad, se sienten a conversar para buscar rutas que detengan la caída.
Los venezolanos no quieren ni una salida de fuerza –ya sea por la vía del golpe de Estado o por una invasión extranjera–, ni desean que las sanciones internacionales continúen. Sienten que el castigo ha perjudicado a los más humildes y vulnerables, mientras que al gobierno y a los enchufados no los ha afectado en nada. Al contrario, a Maduro y su entorno les ha dado argumentos para justificar su infinita incapacidad. La mayoría de los venezolanos aspiran a que el apoyo internacional se traduzca en una poderosa fuerza que obligue al régimen a proponer soluciones factibles a la apremiante realidad que afecta a más de 80% de la población. Esto es lo que se espera que impulse el nuevo gobierno de Joe Biden. Hasta ahora, el presidente norteamericano –sin la estridencia de su predecesor– ha mantenido la misma actitud inflexible ante el mandatario venezolano. En el discurso en el cual se refirió a la política internacional estadounidense, no mencionó a Venezuela. Ni siquiera a Latinoamérica. Este, en principio, no es un buen signo. No aparecemos en su esfera de preocupaciones. Habrá que ver qué sucede en las próximas semanas.
Por ahora, somos los venezolanos quienes tenemos que ocuparnos de obligar al gobierno a rectificar y ocuparse de la larga lista de graves problemas que acorralan a la gente. Esa asfixia la han llevado a clamar por soluciones negociadas inmediatas que mejoren en algo la calidad de vida. El país se volvió pragmático.
@trinomarquezc