Es curioso cómo salen a flote y se manifiestan en una suerte de torneo dialéctico opiniones encontradas respecto al origen del covid-19; sin embargo, aunque no exentas de sesgos ideológicos, todas convergen en China. Algunos teóricos de la conspiración —desdeñando evidencias científicas que apuntan (transcribo por aproximación palabras de Patricia Janiot) a la conjunción de grandes depósitos de virus SARS-CoV en murciélagos de herradura y la ingesta de mamíferos exóticos característica de la cultura gastronómica del sur de China— hablan de un microorganismo de diseño desarrollado en laboratorios secretos del gigante amarillo, a objeto de lucrarse a costa del derrumbe financiero de Occidente; otros, en las antípodas doctrinarias del liberalismo, imputan a Estados Unidos un ataque biológico (sin importarles el consecuente contagio de dimensión planetaria) a la nación asiática. Ambas tesis son deleznables, pues implican escupir hacia arriba. Además, las pestes no son buenas para los negocios.
La afirmación última no es creencia exclusiva de Donald Trump, Boris Johnson, Ursula von der Leyen o Jair Bolsonaro, quienes privilegian la economía sobre la salud —¡capitalismo salvaje!, habría tronado el paracaidista redentor—; no, la comparten la camarilla castrista dependiente del turismo playero, rumbero y jinetero, y un adalid de causas perdidas, último coletazo de la internacional chavista, Andrés Manuel López Obrador.
El guarimbero del Zócalo se ha ganado a pulso la poco honorable reputación de ser considerado por sus compatriotas “el presidente más irresponsable del continente”, dada su actitud ante el azote chino o gringo con piquete al revés, según se mire. El lunes, cuando el grueso de la humanidad se refugiaba en sus hogares, atendiendo instrucciones de sus gobernantes, AMLO alentaba a sus súbditos a “seguir haciendo una vida normal” y les invitó a relajarse en fondas y cantinas —¿habría pesos para eso?—, dejándoles sumidos en el desconcierto, y nadando (López, no los manitos ni las manitas) a contracorriente de sus pares de la región; pero (Dios los cría…), en sintonía con Daniel Ortega —En Managua-Nicaragua donde yo me enamoré, /tenía mi vaquita, mi burrito y mi buey/, cantaba Desi Arnaz en Yo quiero a Lucy—, cuya consorte, la vicepresidenta Rosario Murillo, convocó a una marcha con expolio al Gabo, Amor en tiempos del covid-19, a fin de conjurar el mal.
“O nos mata el coronavirus o morimos de hambre”. La disyuntiva, concisa y terrible, le fue sugerida por una trabajadora informal mexicana a un corresponsal de la Deustsche Welle en reportaje sobre el impacto del covid-19 en Latinoamérica. Sin duda, la humilde mujer, una florista acaso, deshojaba la margarita de la resignación frente a la inacción de un presidente incapaz de dar paso sin guarache. Total, en los remotos tiempos de la Conquista, la viruela —no Hernán Cortés ni la mítica tracción de la Malinche— acabó con Tenochtitlan y se llevó en los cachos al imperio azteca.
En Venezuela, no solo la atroz alternativa de la ramilletera mexicana —si no te agarra el chingo, te agarra el sin nariz—, inquieta a la ciudadanía: esta, perpleja, se debate entre las dudosas y esterilizadas cifras de Delcy, Miraflores o Fuerte Tiuna y el alarmante cuadro revelado por el interinato. Este ping pong añade un factor de perturbación y desasosiego al ya de por sí agobiante aislamiento social obligatorio, y a la incertidumbre y paranoia derivadas de la redundante sobreinformación (una perversa modalidad de desinformación) proveniente del régimen de hecho y de la refutación del Ejecutivo de derecho. A pesar de la brecha insalvable entre tales posturas, Maduro, por quien la justicia norteamericana ofrece 15 melones verdes, intentó, antes de ser tasado, sacar partido de la situación y volvió a la carga con el mantra del diálogo, en afanosa búsqueda de una tregua con la coartada de la emergencia nacional, en aras de la salud física —¿y espiritual?— de la República y a mayor gloria y duración de su ilegal hegemonía. Hay quienes —los de la mesita en primera fila— prestan oídos a sus cantos de sirenas y se aventuran oportunista y ladinamente a proponer la seductora idea de un “gobierno de salvación nacional”, sobre la base de una concertación contra natura, en la cual ellos tendrían velas para oficiar el sepelio de la oposición mayoritaria y compartir con la usurpación las míseras sobras del arroz con mango.
El zarcillo se esfuerza en asumir el papel estelar del drama en desarrollo, ocultando sus férreas garras con los sedosos guantes de la negociación —”Insto a la mesa de la unidad (¿?), a Ramos Allup, a Capriles (a Guaidó, Leopoldo y María Corina ni de vaina), a todos los que quieran sumarse a dialogar, pido a la Nunciatura que preste su sede para que sea el epicentro de este encuentro” (la abominable sintaxis da dentera y es del bigotón, no mía)—, un caramelito de cianuro, rima con Maduro —tan tóxico como el sectario excluyente bono quédate en casa que van a repartir entre los extorsionados y patriolambucios—.
En el supuesto negado de una convergencia coyuntural entre los gobiernos legítimo e ilegítimo, este estaría obligado a reconocer a la Asamblea Nacional —hoy domingo 29 de marzo, día de San Bartolo de Monte Carmelo, se cumplen 3 años del arrebatón de sus atribuciones a manos de jueces venales asociados para delinquir bajo la batuta de Maikel Moreno—, a su presidente y a las autoridades por ella designadas. También a ponerle un parao a las persecuciones y detenciones practicadas por la faes y la dgcim (minúsculas de rutina) de comunicadores y médicos por decir la verdad acerca de los estragos causados por el coronavirus, y a meter en cintura a los colectivos y su cruzada homicida contra presuntos transgresores de la cuarentena.
Así como Albert Camus ha sido vindicado por La peste (no su mejor libro, mas no tan malo como sostiene Vargas Llosa), el nombre de Henrik Ibsen es evocado por su Dr. Thomas Stokmann, protagonista de Un enemigo del pueblo (1882), denunciante de contaminación en las aguas curativas de un balneario, soporte económico de un pequeño pueblo costero escandinavo y por ello objeto de repudio de parte de las fuerzas vivas; sin duda un antecedente teatral de la aludida persecución —de esa importante pieza hay una versión cinematográfica versionada por Arthur Miller, protagonizada por Steve McQueen bajo la dirección de George Scheffer—.
El aislamiento —no hay mal que por bien no venga— nos ha permitido redescubrir al gran dramaturgo noruego, autor de Casa de muñecas, y a héroes olvidados, cual Ignaz Semmelweis, el “mártir del lavado de manos”, biografiado por Louis-Ferdinand Céline y objeto, en días pasados, de un justificado doodle del Dr. Google, explicando la importancia de la degerminación; igualmente, ha impulsado la relectura de clásicos relacionados con enfermedades endémicas y así, los amantes del frío y las novelas filosóficas y de aprendizaje recomiendan trasladarse a Davos y hacerle compañía a Hans Castorp en La montaña mágica (Thomas Mann, 1924); y quienes gustan de romances juveniles en climas cálidos, pospuestos hasta la vejez, invitan a disfrutar de El amor en tiempos del cólera (Gabriel García Márquez, 1985). Un buen libro es la mejor vacuna contra el tedio y un freno eficiente a los paseíllos de ida y vuelta entre la nevera y el televisor. Y cuando este deje de transmitir y aquella se vacíe, aseveraremos entonces: si no acaba con nosotros el coronavirus, quizá muramos de aburrimiento e inanición. ¿Qué leerán los militares? ¿Von Clausewitz? ¿Sun Tzu? ¿Los comentarios sobre la guerra de las galias? A lo mejor se interesen más por las tiras cómicas.
La plaga puso al país entre paréntesis y de ello intentó aprovecharse el combo ahora hediondo, ¡ay!, a Manuel Noriega (Maduro, Padrino, Cabello, Moreno, El Aissami y un nutrido y bolivariano etcétera). En otro nivel, el prolongado intermedio ha dado pie a la reflexión no solo de quienes permanecemos confinados en nuestros hogares, sino también de oficiales en funciones ajenas a su mester y enredados a pesar suyo en un embrollo narcoterrorista de padre y muy señor nuestro. A ellos, como a nosotros, les sobra tiempo. ¿Podrían dilucidar hasta cuándo prevalecerá su esprit de corps sobre el interés nacional?
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