Desde el miércoles en la madrugada, confirmada la victoria de Donald Trump, comenzaron los análisis. Y seguirán hasta el 20 de enero, cuando el candidato republicano se convierta en el 47 presidente de Estados Unidos. Comenzará entonces su segunda presidencia y de los análisis y las conjeturas se pasará a la realidad. Hay miedo, para algunos o para muchos fuera de la gran nación americana, de responderse a la pregunta cómo será, cómo le irá al mundo.
El escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez, también periodista y traductor, una de las voces más relevantes del panorama literario latinoamericano desde, al menos, la publicación de su novela El ruido de las cosas al caer (2011, Premio Alfaguara), escribió ese mismo miércoles, descontado el triunfo de Trump, un texto cuyo párrafo apunta hacia un asunto medular. A la sustancia.
Escribe Vásquez: “El peor error que podríamos cometer al pensar lo que ha pasado es asignarles a todos los votantes de Trump las mismas motivaciones: creer que le han dado su voto porque todos son xenófobos, o porque todos quieren que los ricos paguen menos impuestos, o porque todos sostienen que la ideología woke ha ido demasiado lejos; que le han dado su voto porque todos creen que el calentamiento global es un invento de los chinos, o porque todos creen que el aborto debe estar prohibido, o porque todos sostienen que la masculinidad está amenazada. No: las generalizaciones no sirven. Pero queda una evidencia incómoda: el carácter de un individuo que aspira a la presidencia ha dejado de importar, y será necesario, preguntarse qué nos dice eso de esta sociedad que en otros tiempos se jactaba de valorar cierta decencia (al menos de dientes para afuera: pero las formas importan) por encima de otros intereses. Estados Unidos ha votado masivamente por un delincuente condenado. Estados Unidos ha votado por un acosador sexual que se enorgullece de serlo. Estados Unidos ha votado por un mentiroso. Cuando una sociedad elige a un tipo así, la pregunta no es solamente lo que se viene encima, que es aterrador: la pregunta es lo que somos por dentro. Y esa respuesta puede ser más aterradora todavía”.
Parece que es mucho tiempo, pero hace menos de 40 años un prometedor aspirante a la candidatura demócrata a la presidencia de Estados Unidos, Gary Hart, tuvo que abandonar su campaña al publicarse los testimonios de un lío de faldas, a lo que era asiduo y había retado a que se le probara. Puede pensarse que era tan solo un tema moralista, pero era más que eso: se cuidaban las formas y se castigaba la mentira.
The New York Times, que puede ser despachado muy rápidamente con la etiqueta de “progresista”, lo que sería negar una larga historia de periodismo profesional comprometido con la democracia y la preservación de los valores esenciales de Estados Unidos, cita a un ex asesor estratégico del presidente George W. Bush, Peter H. Wehner, para quien la elección del martes 5 de noviembre “fue una tomografía computarizada del pueblo estadounidense, y por difícil que sea decirlo, es una afinidad aterradora con un hombre de corrupción sin límites”. Wehner es un crítico del presidente electo, que coincide con un pensamiento minoritario en las filas republicanas. La mayoría otorga la presidencia (con excepciones, como sabemos y padecemos) pero no siempre calma el desasosiego.
La pregunta que formula Juan Gabriel Vásquez interpela al ciudadano de este mundo interconectado que se aleja de los modos y formas de la noción de democracia que conocimos, más allá de Estados Unidos. ¿Importa el carácter de quien elegimos? ¿Apreciamos la sensatez y la moderación, por ejemplo, de un hombre como Luis Lacalle Pou o, incluso, en el otro lado de la acera, de Gabriel Boric? ¿Sigue siendo decisiva la presunción de un cierto ropaje ideológico, rojo o azul, para usar los colores de la elección americana, para sacralizar al ungido?