La imagen más frecuente y conocida de Howard Phillip Lovecraft le muestra con el rostro serio, el cabello repeinado y un traje pulcro, mientras mira a la cámara con fijeza. La viva estampa de una rigidez inquietante que trasciende la imagen y se convierte en un tótem siniestro sobre la capacidad del autor para imaginar el terror. Con su cara alargada, la figura encorvada, los hombros hundidos, Lovecraft tiene el aspecto de uno de sus personajes perturbados; también la del hombre severo, sobrio y maniático que fue. Una figura inquietante incluso para sus contados amigos y los pocos con quienes mantuvo trato a lo largo de una vida austera y desgraciada. La fotografía del escritor es la síntesis de los horrores que habitaban su mente y que también le acosaban fuera de ella. Una puerta abierta al vacío.

El escritor era un hombre aislado y violentado por una infancia traumática, tanto como para refugiarse en sus extraños espacios interiores y crear una de las obras más singulares del género de terror moderno. Pero también, este genio incomprendido en su época, creador de universos imposibles, tenía un reverso oscuro y definitivamente más humano. Porque Lovecraft era racista. Un hombre tan aferrado a la idea de la supremacía blanca, que quizás ese fue el verdadero monstruo al que tuvo que enfrentarse durante buena parte de su vida.

En la actualidad, el juicio sobre la vida de grandes figuras históricas o artísticas, se ha convertido en un debate constante y a menudo, extemporáneo. Pero Lovecraft, siempre ha parecido mantenerse al margen, como si la dolorosa versión del hombre monstruo  — tan efímera, tan vulgar y corriente —  no pudiera opacar a su versión literaria, de incalculable valor. La huella de la obra Lovecraftiana está en todas partes, abarca muchas cosas. Está en el cine, en la que monstruos semejantes a los que intentó describir sin lograrlo, extienden sus tentáculos siniestros y violentos hacía un infinito inhumano. En la literatura, en donde los Mitos de Cthulhu se han convertido en subgénero por derecho propio. Pero también lo está en la cultura norteamericana, que el Lovecraft hombre siempre representó en sus peores aristas. El autor era un supremacista blanco, tanto como para cruzar la calle de toparse con un hombre negro, como para dejar claro a quien quisiera escucharle, que el color de la piel determinaba la importancia en la cultura. Una y otra vez, los vestigios de esa figura de aire retorcido y siniestro, se acercan a la superficie, están muy cerca de esa otra, la del creador de algo por completo desconocido y dio un necesario empujón al género del terror literario. No obstante, ni una otra se han mezclado nunca. Como si resultaran incompatibles o en el peor de los casos, una pudiera destruir a la otra.

La serie Lovecraft Country, producida por Jordan Peele y J. J. Abrams, intenta conciliar ambas versiones del escritor y hacerlo desde el golpe definitivo de asumir que el mundo de tentáculos y dioses sin nombre que imaginó, estaba escindido por dos espacios irreconciliables pero inevitables. La serie intenta unir las piezas invisibles del Lovecraft histórico y su obra, en una mezcla desconcertante que, además, se nutre de todo tipo de referencias pop, pulp y cómics. Como si todo lo anterior no fuera suficiente, la serie ensambla una cartografía oscura que se extiende por un país violento y grotesco, hogar de monstruos viscosos y, también, de mujeres y hombres convertidos en bestias sedientas de sangre y poder.

Alan Moore  — que ha sido fanático de la obra de Lovecraft la mayor parte de su vida —  escribió en el prólogo del libro The New Annotated H.P. Lovecraft que “es posible percibir a Howard Lovecraft como un barómetro insoportablemente sensible del miedo en Estados Unidos”. Para Moore, que también ha manejado con inteligencia y habilidad los habituales símbolos del terror en Estados Unidos y en especial los que se esconden bajo sus heridas culturales, está convencido de que Lovecraft creó los monstruos que habitaban en su vida y les dio forma, porque en realidad no podía nombrarlos de otra manera. “Lejos de las excentricidades más extravagantes, los temores que generaron las historias y opiniones de Lovecraft eran precisamente los de los hombres blancos, de clase media, heterosexuales, descendientes de protestantes que se sentían amenazados por las cambiantes relaciones de poder y valores del mundo moderno”. Lovecraft Country toma la premisa y la hace más profunda y válida, pero, además, le añade el peso de un momento histórico de ruptura como el actual. Aunque no es consecuencia del sacudón cultural provocado por las protestas ocasionadas por la muerte de George Floyd, es notorio que la serie no pudo llegar en un momento más significativo, no solo para encarar los horrores de un prejuicio sistémico que no logra ser consolado, sino para abrir espacio al debate en todos los lugares posibles.

En la oscuridad

“La emoción más fuerte y antigua de la humanidad es el miedo, y el más fuerte y antiguo tipo de miedo es el miedo a lo desconocido”, escribió en una oportunidad Lovecraft, que prácticamente le temía a todo. En el Nueva York de 1920 en el que vivió el autor durante algunos años, todos sus terrores parecían encarnarse en la interminable afluencia de inmigrantes, que llegaban desde todas partes de Europa en interminables oleadas. Eso a pesar de que Lovecraft vivió una de las primeras leyes restrictivas sobre el tema emigratorio de Estados Unidos: en 1924, el presidente republicano Calvin Coolidge llevó a debate y logró imponer la Ley de Inmigración, un estamento legal que exigía que quienes desearan llegar al territorio estadounidense debían tener una habilidad especial o bien, dinero. Lo estipulado dejó fuera de la selección a campesinos, agricultores, analfabetas y también, buena parte de la emigración mexicana, japonesa y algunos países de Europa como Polonia y Rumania.

Se trató de un golpe de efecto que transformó a la ciudad en un hervidero del comercio ilícito de hombres y mujeres, la trata de seres humanos, el esclavismo semilegal y, por supuesto, el racismo. Un acendrado y violento, relacionado de manera directa con los temores del norteamericano promedio, que ya por entonces sentía profundo temor hacia la diferencia. Lovecraft no era la intención: creció en un ambiente opresivo y castrante que alimentó ideas retorcidas sobre la discriminación, el miedo y el prejuicio.

Para cuando contrajo matrimonio con Sonia Greene y se hizo colaborador de la revista Weird Tales, la ley estaba en pleno apogeo y Brooklyn era el lugar en que la mayoría de los inmigrantes ilegales iban a parar. La pareja Lovecraft se alojó en un pequeño y claustrofóbico apartamento, en la que el escritor pasaba la mayor parte del tiempo escribiendo, con la ventana abierta hacia la calle y siendo testigo de las peleas, borracheras y comportamiento violento de un grupo humano cada vez más multitudinario. Y es entonces cuando la vena del salvaje segregacionismo en Lovecraft llega a extremos preocupantes. No se trata solo de que el escritor pareciera cada vez más desligado de la realidad, abrumado por traumas de sus largos años de reclusión infantil y su percepción sobre el otro como un enemigo, sino que comenzó a escribir sobre el tema desde el ámbito del terror. El cuento The Horror at Red Hook está lleno de referencias y alegorías sobre la discriminación, la deshumanización y la caricaturización de su vida cotidiana. Tan directo es su desprecio por la marea humana de sobrevivientes en busca de esperanza en un país extraño, que el barrio de inmigrantes que describe, es de hecho la puerta al infierno. Un espacio de infinita podredumbre y horror rodeado de criaturas malignas, venidas “de allende al mar”.

¿Parece exagerado interpretar las metáforas de un escritor de terror a partir de la sensibilidad contemporánea? No parece serlo tanto, al leer sus cartas personales, recopiladas por el propio autor en su autobiografía Lord of a Visible World: An Autobiography in Letters, en la que insiste en los peligros del mestizaje y habla sin tapujos sobre los horrores de la mezcla de razas. Lovecraft era la viva imagen del norteamericano de su época, desbordado por la crisis del final de la Primera Guerra Mundial, de la pobreza cada vez más acentuada en el país y las grandes migraciones de granjeros aterrorizados por el hambre, que marcaron por años el rostro de la nación. Para bien o para mal, Lovecraft era un hombre que reflejó el tránsito de la Norteamérica que aspiraba a construirse como un crisol de razas al país restringuido, que cerró todo espacio a cualquier influencia externa.

Tentáculos que abordan el terror

Lovecraft Country llega a HBO para demostrar que el universo siniestro del autor siempre puede ser reversionado, expandido y profundizado en maneras asombrosas y además en esta ocasión, incorporar la percepción sobre el mal real que encarnaba el escritor, todo bajo un aspecto y universo desconocido. La nueva propuesta sobre las historias del maestro del terror norteamericano muestra un original rostro del terror en medio una Norteamérica dividida y poblada de sus propios monstruos, algunos con apariencia humana. Pero más allá de eso, la serie tiene la dura misión de mostrar con claridad, los secretos que sostienen y alimentan el mito sobre el país radiante, el escritor prolífico que cambió el género de lo terrorífico y por si eso no fuera suficiente, plantear su propia historia.

Lovecraft era racista, aunque su obra sea universal e imposible de clasificar. Pero la nueva serie de HBO toma la arriesgada decisión de tomar las piezas sueltas de su historia e incorporarlas a un homenaje. Un recorrido inquietante y poderoso hacia el centro mismo de los terrores norteamericanos.

 

 


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