Pocos podrán discutir el hecho de que la civilización occidental, al menos en sus principios inspiradores actuales, muestra claros síntomas de deslizamiento hacia la deshumanización y la barbarie. Una nueva barbarie que tiene poco de auroral y muchos de los rasgos propios de la decadencia. ¿Se puede ser a la vez bárbaro y decadente? Sin duda, y el prestigio hoy de la barbarie en sus más variadas formas, unido al rechazo de cualquier expresión de orden o jerarquía, puede conceptuarse, y lo es de hecho, como un síntoma más de la decadencia. En este artículo quisiera señalar una de las fuentes a mi juicio principales de esa situación, aunque sea necesario remontarse a tiempos remotos para indagar su genealogía.
No podemos olvidar que el origen de la civilización se sitúa en el culto a los muertos, no en vano, como escribió Gómez Dávila, «toda civilización es un diálogo con la muerte». Los enterramientos y cementerios han sido, muy probablemente, incluso con anterioridad a los templos, los puntos de encuentro humano más antiguos y comunes. Pero cuando una cultura cualquiera se detiene ahí, o deriva ese culto a los muertos hacia una sacralización de la muerte, puede afirmarse que la amenaza la alta posibilidad de no llegar a abandonar nunca las penumbras del terror y de la ignorancia. Tal vez los ejemplos mesoamericanos prehispánicos son los más claros de entre los que abonan esta afirmación.
Otra posibilidad es que el culto a los muertos se llene de admiración y agradecimiento hacia la vida y su origen. Eso es lo que permite la primera apertura hacia la intuición o revelación de un Dios creador que, en ese caso, necesariamente adquiere rasgos paternales. Ello es lo que sucedió en los comienzos de la civilización judeocristiana.
Del poder y la grandeza del Creador procede la dignidad de la criatura. Por ello, en las sociedades paganas las personas poseen condición y valor muy diferentes en función de su cercanía a los dioses. Esa cercanía se manifiesta en el linaje o familia al que se pertenece, pudiendo existir estirpes semidivinas, en el poder y la riqueza que se disfrutan, en la salud y la belleza que se poseen. Como han mostrado en toda su crudeza las recientes obras de Alejandro Rodríguez de la Peña, Imperios de crueldad e Iniquidad, las vidas débiles y desgraciadas son apartadas o rechazadas por los dioses y no merecen la misma consideración que las privilegiadas. Eso explica la radical desigualdad del mundo antiguo, de las sociedades paganas y también de las civilizaciones politeístas asiáticas de nuestros días.
La mayor ruptura que históricamente se ha dado con esta lógica ferozmente antiigualitaria y de consecuencias tan ominosas como crueles, la constituyó la aparición del cristianismo. Con él se afirman dos creencias que destruyen desde la raíz las situaciones descritas: primero, la filiación divina de todo ser humano por la encarnación del Verbo de Dios, lo que hace a todos los hombres hijos de Dios y hermanos entre sí. En segundo lugar, la dignificación de las vidas humildes y desgraciadas por el misterio de la Cruz. Hoy, tras dos mil años de convivencia con estas ideas, nos cuesta valorar lo que estos dos principios supusieron como aportación genuina del cristianismo y los cambios asombrosos —no importa cuál fuera durante mucho tiempo su aceptación— a los que acabaron dando lugar. Recordemos cómo la afirmación del valor salvador de la cruz fue calificada por el mismo san Pablo como escándalo para los judíos y necedad para los griegos. Pero la visión cristiana no sólo sostiene la cercanía a Dios de los desgraciados y humildes, sino, yendo mucho más allá, su conversión en piezas esenciales en el plan de Dios para la historia. Y es que, como señalara el filósofo alemán Johann G. Herder, ese plan no desprecia a la criatura aislada o individual, de forma que adquieren sentido todos sus actores, empezando por los derrotados, los perdedores, los menos desarrollados, los habitantes de edades infelices: «La Suprema Sabiduría […] vive y siente en cada uno de sus hijos, con afecto paternal, como si fuera la única criatura del mundo».
Lo cierto es que costó mucho a la Iglesia convencer de esta dignidad y radical igualdad de los hombres por encima de su situación personal, de su debilidad o postración, a las sociedades en vías de cristianización y procedentes del paganismo. Esa dignidad y valor no es un hecho de la naturaleza, antes bien lo que vemos en ella y a lo que tendemos nosotros es a cotizar lo fuerte y despreciar lo débil. Pero a través de una lucha incansable, tanto en el plano filosófico como vital —y ese es el gran valor de la caridad desde el punto de vista histórico—, la Iglesia lo consiguió, y ese ha sido el sello distintivo de la Cristiandad durante siglos. Ahora que, en buena medida, ese efecto se va disipando, parece evidente que esa ha sido la causa fundamental de la superioridad moral y espiritual de nuestra civilización, origen de otras muchas ventajas y progresos de toda índole, que era reconocida y admirada también por los extraños a ella.
La muerte de Dios, decretada en términos filosóficos por el pensamiento contemporáneo, ha llevado a un rápido deterioro de la consideración humana, como se ha visto en los grandes conflictos y genocidios del siglo XX, hoy en la progresión de las ideologías que directamente establecen la dignidad de la vida humana en función de las condiciones que la rodean, no de su esencia. Esto deja fuera, y al arbitrio de los fuertes de cada momento, a los débiles, a los niños no deseados, a los ancianos que suponen una carga, a los enfermos que no pueden llevar la vida que se considera deseable. Los márgenes, como cualquiera puede constatar a través de las legislaciones cada vez más despectivas de la vida dependiente o precaria, se van ampliando cada día. ¿Debemos resignarnos a considerar que el respeto universal a la vida y a la dignidad humanas ha sido un paréntesis cristiano en una historia dominada, antes y después, por la ley y la moral de los fuertes, de los opulentos, de los satisfechos, de los que incluso, en estos tiempos, se afanan en hallar la fórmula de su inmortalidad a través del transhumanismo? Pese a todas las derrotas y a los fracasos, a todas las apariencias, es preciso afirmar el progreso divino en la historia. Y con él, de forma medular, el valor de la vida de cada ser humano, dotada de un sentido que, por lo expuesto, solo puede ser trascendente.
Originalmente publicado en el diario El Debate de España
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