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El odio es una emoción patriótica

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A objeto de encabezar estas líneas, me apropié indebidamente de esa cáustica afirmación debida al ingenio de Andrés Rábago García, El Roto. No estaba impregnada su plumilla con la tinta bolivariana de la revolución bonita, sino, barrunto, con la del intercambio de dicterios entre la coalición gobernante en España (PSOE-Unidas Podemos) y los partidos de oposición (PP, Vox, Ciudadanos), es decir, entre las anacrónicamente llamadas izquierda y derecha; sin embargo, aquí, el sarcasmo del viñetista de El País nos viene como dedo al ano, o viceversa, en razón del tóxico discurso anti-Duque de Nicolás Maduro, quien suele achacar la causa de sus yerros a las maniobras e injerencias del gobierno y la oligarquía del vecino país. El odio paroxístico a los venezolanos fundamenta la cruzada vindicativa de Jorge y Delcy Rodríguez Gómez, quienes responsabilizan de la muerte de su padre a la nación entera —los homicidas del compinche de Carlos Lanz y secuestrador del presidente de la Owens-Illinois, William Frank Niehous, fueron juzgados y sentenciados a la pena máxima establecida en nuestras leyes—. El odio excita y entusiasma a la dirigencia y militancia socialista del siglo XXI; y, si el amor con amor se paga, tocaría a los adversarios del zarcillo Nikolái retribuirle a éste y a sus conmilitones con moneda de similar curso, es decir, con abominación, desprecio o repulsión. Y lo ideal sería recuperando la calle, a pesar de la pandemia y sus atemorizantes coletazos.

Deseos no empreñan, sostuvo un presidente refranero. No basta anhelar la salida del oprobioso régimen con las esperanzas puestas en un providencial deus ex machina, un cuartelazo o un tiranicidio; si a ver vamos, Maduro ha denunciado y desvelado decenas de imaginarios complots dirigidos a cavar su tumba. Inventos para desviar la atención de problemas reales, tal fabulaba el comandante có(s)mico. Después del bufo y nunca aclarado incidente de los drones adquiridos en Mercado Libre, ocurrido el 4 de agosto de 2018 en la avenida Bolívar capitalina, el usurpador apostó a la virtualidad. Acaso teme un bis de lo ocurrido el 6 de octubre de 1981 durante un desfile militar en El Cairo, donde perdió la vida el presidente egipcio, Anwar el Sadat, ametrallado por sus propios soldados. ¿Desgracia? ¿Catástrofe? Depende del bisturí ideológico utilizado en la autopsia de la víctima.

Benjamin Disraeli (1804-1881) fue dos veces primer ministro del Reino Unido. Su paso por la política estuvo jalonado de flemáticos comentarios del tipo Cuando necesito leer un libro, lo escribo o La juventud es un disparate; la madurez, una lucha; la vejez, un remordimiento. Interrogado sobre la diferencia entre desgracia y catástrofe, habría respondido, según anécdota probablemente apócrifa, con una boutade dirigida a escarnecer a su rival político, William Ewart Gladstone: Si éste cayese al Támesis, sería una desgracia. Si llega a salvarse, sería una catástrofe. El deceso de Chávez fue, de acuerdo con sus seguidores, un trágico episodio; su transmigración a Maduro fue, para el país, una desdicha; y ese infortunio no era ineludible, insoslayable o inevitable: bastaba con oponer razones a las emociones. Pero Fidel, privilegiando los intereses cubanos, impuso a su marioneta. Ésta, reiteramos, ha dejado de frecuentar desfiles y simulacros militares abiertos al público. Prefiere encerronas en Fuerte Tiuna. Padrino le hace la segunda. Y, a la luz de lo acontecido el pasado martes en Los Próceres, se pregunta uno si los gorilas criollos no perdieron la chaveta. No vi el circo, pero sí abundantes imágenes del mismo, puestas a circular en Facebook, Twitter e Instagram; basado en ellas, respaldé y reenvié a mis amigos el categórico mensaje del vicealmirante (r) Rafael Huizi Clavier, recibido por WhatsApp: «Desapareció la dignidad militar. Son unos canallas, verdaderamente».

La Unión Soviética celebraba cada 7 de noviembre, fecha ajustada al calendario gregoriano, el triunfo de la Revolución de Octubre —revolución ejecutada, contrariando las profecías de Carlos Marx, en un país tan atrasado como el almanaque juliano—. En los aniversarios de ese día, el ejército rojo alardeaba de su poder de fuego y exhibía parte de su intimidante arsenal nuclear en impresionantes paradas con acrobáticos saltos de cosacos, cabriolas de caballos esteparios y otras folklóricas extravagancias, amenizadas con balalaikas y tambores, y vivas y aplausos a una población con acceso restringido al pan. Esta mezcla de ritual propagandístico y revista de variedades, fue copiado por Hugo Chávez quien, dada la solemnidad de ocasión, vestía de gala al modo de Marcos Pérez Jiménez. Con el santón de Sabaneta las fiestas patrias devinieron, mediante la inducción cubana, en versión a escala tercermundista de los fastos soviéticos. Y al sobrevenir su adiós, llegó el turno de Maduro. Nicolás se la comió. Su aparición, reproducida en pantalla gigante, fue una patética dosis de la miasma habitual —«Mientras existan imperios, no estamos a salvo. Pido a la fuerza armada nacional mantenerse alerta frente a los planes amenazantes y terroristas de la oligarquía rancia»—; pero nada superó en irrespeto a la gesta emancipadora al supermonigote inflado, sustituto plástico del espurio comandante en jefe. Con tan aborrecible parodia de sí mismo, el mascarón de proa del régimen militar se cagó en la historia de Venezuela.

Pretendíamos referirnos al odio y así lo planteamos al iniciar las divagaciones de hoy domingo 10 de julio, Día Internacional del Chigüire y de The Beatles. Volvamos, entonces, al tema. En algunos países europeos se ha legislado en torno al odio. En Alemania, el código penal caracteriza de incitación al racismo la exaltación del nazismo, y establece penas de hasta 3 años de cárcel para los incursos en esta execrable práctica —en su día, el tribunal constitucional dictaminó compatible la norma con la libertad de expresión—. En Italia, la ley Mancino castiga gestos y acciones relacionados con el fascismo. Polonia no hace distinción entre fascismo, nazismo y comunismo; ensalzar esos sistemas comporta prisión hasta de dos años. En Francia, la apología de crímenes de guerra y de lesa humanidad, y el negacionismo del Holocausto y el genocidio de los armenios (1915) a manos de los otomanos son infracciones graves y punibles. Desconozco y probablemente nunca la hubo, alguna exposición de motivos inherente a la discutida, y aprobada con insólita celeridad en una asamblea constituyente de fraudulenta génesis, ley constitucional contra el odio por la convivencia y la tolerancia o, simplemente, ley del odio —prescindir de las mayúsculas es de rigor—, reglamentación sin justificación moral alguna, diametralmente contraria al espíritu filantrópico de los legisladores del viejo mundo. El bolifascismo o nicochavismo fascista, ¡cómo gustéis!, no busca prevenir los tropiezos con la piedra del autoritarismo, ni evitar la adopción de improcedentes modelos de organización y control social —el chavismo es uno y enorme—, sino abortar la crítica a su desempeño, fomentando rencores, malquerencias y antipatías hacia el antagonista, echando mano de sofismas y patrañas. El 21 de julio de 2021 fue confinada tras las rejas de alguna inicua prisión socialista la enfermera Ada Macuare, acusada de instigar al odio, «por pedir mejores condiciones de trabajo, salarios justos y más seguridad para el sector salud». Sí: el odio es una emoción patriótica; pero, «el patriotismo —sentenció el Dr. Johnson— es el último refugio de los canallas».

 

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