Después de los eventos de Endgame, Marvel quedó afectada como emporio creativo, al decantarse por un reciclaje de sus arquetipos y mitos fundantes.
Las series recuperaron parte de la energía extrema de la compañía, a la zaga de los éxitos de Wanda Vision y Loki, ambos conectados por tramas en mundos paralelos, cuyos inicios declinaban en finales trillados y parlantes.
Por ende, el año pandémico se transitó con nuevas sagas para el mercado del streaming, lastradas por resultados desiguales.
Igual sucedería con Falcon y el soldado de invierno, adaptada al canon de la corrección política y la inclusividad.
En el mismo sentido, What If quiso revisar la historia clásica de los cómics de Stan Lee, para congraciarse con la audiencia woke y la generación de cristal, contando las aventuras de una Capitana Británica y un Star Lord con la voz de Chadwick Boseman.
La tendencia de la representatividad consigue un nicho adicional en el lanzamiento de Shang-Chi, un cruce entre las visiones étnicas de una Black Panther china con las tensiones culturales de una Crazy Rich Asians, en clave de película de origen de superhéroes con poderes de artes marciales.
El largometraje bebe de las raíces del kung fu hongkonés, así como de las lecciones de Karate Kid, Cobra Kai, Kung Fu Panda y la filmografía de Jackie Chan, en cuanto ofrece una gastronomía de bufete internacional, para el gusto de los mercados occidentales y orientales, cual bar japonés y cantonés al servicio de la clientela de clase media.
Formalmente, la cinta exhibe una confección depurada en diseño de vestuario, arte, producción y efectos especiales de CGI.
Si bien algunos conceptos del guion lucen desgastados, el argumento principal se conduce con la elegancia qualité del Ang Lee de El tigre y el dragón.
Las imágenes destilan una investigación profunda en la historia reciente de la quinta generación de realizadores chinos, quienes replantearon los códigos clásicos, a partir de la asimilación de los planteamientos de la modernidad europea.
Por tanto, Shang-Chi alcanza sus planos más sofisticados y poéticos al rendir sentido tributo al cine de Yimou Zhang y Wong Kar Wai, dando cabida a la participación del famoso Tony Leung, el icónico actor de la hermosa Deseando amar, obra maestra del despecho y la melancolía romántica del milenio, ante las desapariciones, evaporaciones y lutos por venir.
El largometraje narra los desencuentros y conflictos de una dinastía china, con un padre dominante, unas mujeres reprimidas en busca de libertad y unos hijos apartados de los corsés ideológicos de antaño.
Uno de los subtextos del filme puede leerse como el resumen de las tensiones y luchas intestinas dentro del país más poblado del mundo, donde hay dogmas y censuras, como lo atestiguamos en los documentales One Child Nation y In The Same Breath, sobre las políticas coercitivas del partido central y sus efectos traumáticos en el inconsciente colectivo.
En el contexto de la pandemia, Shang-Chi promueve una energía de apertura y empatía, de reencuentro y conjuro de las intolerancias endogámicas.
El villano absorbe una fuerza paternalista de resentimiento y negatividad, por la pérdida del ser amado, una parábola del control del tiempo, de la arrogancia y de la incapacidad de aceptar el destino de la existencia.
Un poco la negación del poder enquistado en la China, y por qué no, en Venezuela.
Los jóvenes doblegan al déspota, fusionando sus saberes del pasado y el presente, en una escena emocionante y telúrica.
Shang-Chi expresa la importancia de escuchar a los demás, a los chicos, al relevo, frente a las estructuras cerradas de los mandarines.
Síntesis del planeta y de algunos de sus dilemas.
Vean el caso de Irán con sus ayatolás y de Afganistán con la temible vuelta de los talibanes.
Marvel apuesta al futuro y lo logra de regreso con una película divorciada de sus peores réplicas.
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