OPINIÓN

El Niño Bonito de Patanemo

por José Alfredo Sabatino Pizzolante José Alfredo Sabatino Pizzolante

Hombre sencillo, de gran inteligencia, observador, honesto y muy sincero, ese fue el Gregorio Jacobo Mijares Arias –Niño Bonito, a secas– que conocimos y recordaremos siempre. Imposible reencontrarse con sus cuadros, murales y esculturas y no verlo allí parado, explicando los colores, más bien defendiendo su obra en un lenguaje llano y sincero. Se convirtió en personaje de referencia en la plástica nacional por su pintura original e inquieta, que lo llevó a explorar variadísimas técnicas en esa continua búsqueda de –como él mismo lo confiesa– encontrar un estilo propio “de una forma que me permitiera de manera idónea relacionarme con el medio ambiente que me rodeaba, con mi idiosincrasia, con los elementos naturales y humanos que me permitieran resolver la tarea de pintar buenos cuadros”. De allí lo importante de su obra, nunca atada a los patrones que impone la academia, tampoco a las tendencias que marca la demanda; se trata, pues, de arte puro y simple, de una deformidad inusual y un impresionante colorido en la que “una línea nerviosa va dando forma a las cosas”, como nos lo explicara en una de las tantas conversas en la Vuelta Canela, su pintoresco taller a un costado de la sinuosa carretera al poblado de Patanemo, cercano a Puerto Cabello. De este artista nacido el 28 de noviembre de 1948 y fallecido en agosto de 2012, escribió Javier Mendoza: “Yo aprecio más la aceptación social de la que goza este nada fácil creador, que es complejo por artista e intelectual, porque ha resuelto envolverse en una sencillez sin fronteras que a todos agrada y festejan. No es que Niño Bonito sea un dos caras, no, sino que es deber de todo animal inteligente domesticar sus demonios y ser atractivo como individuo que forma parte de una urbe civilizada”.

Sin proponérselo, porque siempre fue auténtico, el personaje hacía gala del atributo más preciado de todo artista, esto es, la originalidad, pues tanto más lo escuchábamos y conocíamos, más advertíamos la genialidad y sencillez de este hijo de Patanemo, de la que emanaba un magnetismo que irremediablemente atrapaba. Armado con sus estudios de educación primaria, y uno que otro curso de herrería y caldera, además de relaciones públicas, las que manejaba a la perfección, su gran escuela y profesores fueron el entorno y la gente que le rodeo. Su apodo no fue más que un eufemismo inventado por su abuela Tila, empeñada en que la gente no siguiera diciendo de aquel recién nacido que era tan feo. Sin embargo, estaba predestinado para el arte del que queda prendado en 1965 al comenzar sus primeros ensayos y, definitivamente, a partir de 1976 cuando hace su primera exposición con la ayuda del Rotary Club, la que no por casualidad llama Patanemo visto por mí mismo. Era, esencialmente, un autodidacta en las cosas del arte. Enterarse, a través de las siempre amenas conversaciones al calor de un sancocho salido de su fogón, que todo lo que hizo y creó fue producto de tanto pensar, o que leyó libros hasta los veintidós años y desde entonces en ese proceso mental lograba las aproximaciones conceptuales de sus obras, es conocer la gran dimensión de un fantástico personaje, cuya obra fue una constante búsqueda: “Yo empecé dibujando en la tierra –relata en conversación con Mariano Díaz, recogida en el libro Gregorio Mijares El Niño Bonito de Patanemo– después usé creyones, luego las témperas y después el óleo. Con el orine y la mancha de plátano se hacen unos trabajos espectaculares, porque el orine oxida sobre cartulina. Es como un fijador que da manchas caprichosas. Empecé a probar eso, porque los hijos míos se orinaban en el colchón, y debajo del colchón yo metía pinturas que no me gustaban, les caía el orín y cuando las sacaba, esas manchas no las borraba ni con agua; entonces me di cuenta de que eso tenía su funcionalidad. Así mismo, con la mancha del plátano he hecho varios cuadros”. Su variada obra es viva muestra de continua búsqueda: pinturas, creyones, murales, serigrafías y esculturas, en infinidad de técnicas y formatos, son testimonio de ello. Una obra que describía como “nativista”, rechazando se le tildara de ingenua.

Dentro de esas respuestas geniales a las que nos tenía acostumbrado Gregorio, quizá la que más nos impactara fue cuando afirmó: “Creo que he vivido del capricho de la gente, ellos creen que yo pinto bonito y por ello nunca he parado de pintar”. Nos confirmó así que se trata de un artista intuitivo y de un intelectual innato cuya honestidad le permitió crear una obra de admirable y singular belleza, además de escribir sabrosas crónicas que desde una columna semanal en un diario local, nos descubrió a un curioso observador de pluma mordaz, sin duda, otra de sus tantas facetas.

No puede decirse que la obra del Niño Bonito no fue reconocida en vida; objeto de homenajes lo fue y numerosos encargos recibió. Aún así, quienes le estimamos y, especialmente, su familia estamos en deuda con él, ya que su vasta obra espera por un catálogo que la compendie y estudie seriamente, perpetuando la trayectoria de este creador porteño de líneas nerviosas, orgullo de sus coterráneos.

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@PepeSabatino