OPINIÓN

“El mundo contendrá la respiración” (III)

por Carlos Balladares Castillo Carlos Balladares Castillo

Por instinto, el ruso no va a una forma de sociedad superior. Ciertos pueblos pueden vivir de tal manera que entre ellos el conjunto de las unidades familiares no forme un Estado. (…) La familia existe, la mujer vela sobre sus hijos, como la hembra de la liebre, con todos los sentimientos de una madre. Pero el ruso no desea nada más (“5 de julio de 1941” en: H. R. Trevor-Roper, 2008, Hitler´s Table Talk 1941-44. His Private Conversations).

La anterior entrada la extraemos de la recopilación de anotaciones que inició hace exactamente 80 años el nuevo secretario de Adolf Hitler: Martin Bormann, en las conversaciones que se daban en las comidas diarias o después de ellas junto al Führer. Pero no queremos dedicarnos hoy a esos terribles testimonios, sino precisamente a aquellos que los nazis consideraban como animales (los eslavos) y  en especial a los más despreciados: las mujeres. La escritora Svetlana Alexievich (premio Nobel de Literatura) las entrevistó cuarenta años después de los hechos (1985, La guerra no tiene rostro de mujer). También señalaremos algunos hechos del desarrollo de la invasión alemana a la Rusia bolchevique para su tercera semana (07-14 de julio de 1941) de avances sobre el territorio soviético en la Segunda Guerra Mundial.

Alexievich afirma que “fue durante la Segunda Guerra Mundial cuando el mundo presenció auténticamente el fenómeno femenino” La prueba está en su gran participación: Reino Unido: 225.000, Estados Unidos y Alemania: 500.000 cada uno, y finalmente la Unión Soviética con 1 millón de mujeres. 1 millón que no se dedicó exclusivamente a ejercer el oficio tradicional de su género en los conflictos bélicos: enfermeras, cocineras, secretarias; sino que fue al campo de batalla como cualquier soldado, manejó aviones y tanques, entre otros. A pesar de ser algo inédito “no han tenido voz” en la historiografía o por lo menos no tanto cómo se merecen. “La guerra siempre han sido hombres escribiendo sobre hombres” y “las mujeres guardan silencio”. La autora resalta que de esta forma se pierde una perspectiva que “narra a los seres humanos involucrados en una tarea inhumana”, porque cuando ellas relatan la guerra “sufren la tierra, los pájaros, los árboles…” y cuando lo hacen los hombres se habla de “héroes y de grandes hazañas”.

El libro es sencillo en su relato y explica los sentimientos que vivió su autora a medida que lo escribía. De cómo las entrevistas comenzaban a una hora y no sabía cuándo terminarían, porque fueron demasiados años sin contar la verdad. En muchos momentos explica los diálogos con el censor, no olvidemos que fue escrito antes que comenzaran la Perestroika y el Glasnot, las reformas democratizadoras de Mijail Gorbachov. El censor le reclama: “usted con su primitivo naturalismo está humillando a las mujeres. A la mujer heroína. La destrona. Hace de ella una mujer corriente. Una hembra. Y nosotros las tenemos por santas”; y agrega: “La verdad para usted es lo terrenal, pues se equivoca, la verdad es lo que soñamos”. La respuesta de Alexievich es contundente: “Nuestro heroísmo es aséptico, no quiere tomar en cuenta ni la fisiología, ni la biología. No es creíble. La guerra fue una gran prueba tanto para el espíritu como para la carne. Para el cuerpo”. Y nos muestra lo que borró la censura (¡dichosa reedición!). El 10 de julio las pinzas de los cuerpos de Panzer del Grupo de Ejércitos del Centro, que avanzaban por Bielorrusia y que ya había rodeado su capital Minsk, iniciaba el cerco de Smolensk (última gran ciudad antes de Moscú). Es el momento del siguiente testimonio:

Me despierto por la noche… Oigo algo, como si alguien llorara… Estoy en la guerra… Estábamos batiéndonos en retirada. Pasada la ciudad de Smolensk, una mujer me dio su vestido y pude cambiarme de ropa. Yo caminaba sola entre los hombre. De pronto me vino eso… Bueno, ya sabes… Me vino antes de tiempo, por lo nervios, supongo (…) ¿Dónde encuentras lo necesario en esos casos? ¡Qué vergüenza! Dormíamos en el bosque, debajo de los arbustos, en las zanjas. Éramos tantos que el bosque se nos quedaba pequeño. Caminábamos perdidos, desengañados, sin creer en nadie. ¿Dónde están nuestros aviones?, ¿dónde están nuestros tanques? Todo lo que volaba, se movía, retumbaba… Todo era alemán.

El general Heinz Guderian (comandante del II Cuerpo de Panzer del Centro) relata en sus memorias: Recuerdos de un soldado (1950), cómo al rodear a los ejércitos y ciudades con sus tanques le resultaba casi imposible que muchos de los soldados enemigos no se escaparan. Entre esos que huían iba la mujer del anterior relato que creía ver que “todo era alemán” cuando la inmensidad del espacio y la cantidad de soviéticos le impedía a los ejércitos de Hitler tener un eficaz control. Pero la Wermacht era implacable y otra mujer cuenta: “Nos estaban siguiendo. Vagábamos por los bosques, por los pantanos. Comíamos hojas, cortezas de árboles, raíces”. En esta situación desesperada uno de los hombres le dice que un niño que llevaban consigo estaba muy enfermo y “sabes, la carne humana es comestible”. Ella concluye: “No tuve fuerzas. Al día siguiente encontramos a los partisanos”. Partisanos que surgieron desde los primeros días de la invasión, creciendo con todos los refugiados y combatientes que lograban filtrarse del cerco.

En nuestra serie de artículos sobre la “Operación Barbarroja” estamos haciendo énfasis en una tesis historiográfica: la resistencia soviética es la principal causa de la derrota alemana y no el clima o el espacio geográfico. La decisión de vencer superaba cualquier aspecto, entre ellos la tradición de que la guerra es solo para hombres. Pero también esto generó una terrible crueldad. Los partisanos eliminaban a los sospechosos de colaborar con el enemigo y el “camarada Stalin” estableció por decreto, que los soldados soviéticos no se entregaban al enemigo porque “entre nosotros no existían los prisioneros, solo los traidores”. El suicidio ante la derrota no fue monopolio de los japoneses. Y en medio de ese horror las mujeres hicieron la diferencia, tal como cuenta otra de ellas cuando al llegar huyendo de los alemanes a una aldea que tenían comida, la recibieron unas abuelas diciéndoles: “coman niñas, porque todos los estamos pasando mal y tenemos que ayudarnos unos a otros”. Esa heroína le dirá a Svetlana: “Me prometí no olvidar jamás esa bondad humana ¡nunca! ¡Por nada del mundo! Y no la he olvidado”.